Opinión

Menos móvil y más revistas

Hasta hace poco, en las peluquerías el tiempo se medía en revistas. Pero, igual que numerosos bares han aprovechado la pandemia para sacudirse el gasto en periódicos, muchos salones han suprimido los magacines. La revista era un biombo tras el que esconderse de los otros, y, sobre todo, de la propia imagen en el espejo, porque nunca se es tan feo como en la peluquería ni tan guapo como en Instagram. Amortajada la dignidad en una bata, con el pelo cubierto de papel de aluminio, como si fuera uno un bocadillo para llevar, quedaba el consuelo de evadirse entre casas recargadas y personajes con esa afectación suprema que es el intento de posar con naturalidad; se podía jugar a detective privado y tratar de adivinar quién habría arrancado la receta de cocina y quién la muestra de crema. Las revistas permitían la observación discreta de aquellas señoras cuyos cardados parecían reclamaciones del Peñón; o entrenar los músculos faciales sin ser visto, como Laurence Olivier cuando viajaba en tren.

Todos somos iguales ante el peluquero, ya lo dijo Karl Kraus. Pero las revistas conferían un modo de distinguirse. Estaba la clienta enganchada a la belleza y la que prefería el cotilleo, la de mirada aspiracional y quien optaba por inhibir la envidia con portadas con muchos «aarg». Las inseguras o con cuitas amorosas hacían los test de Cosmopolitan. Las publicaciones de decoración se hojeaban con desgana matrimonial, sin perder de vista a quien se demoraba con ¡Hola!, la más deseada, el Can Yaman de los semanarios. No se descarta un tipo de usuario que acudía a la peluquería fundamentalmente a leer revistas. Determinados salones eran, además, impagables archivos de lo rosa, con ejemplares de cuando se casó Lolita o de cuando Julio Iglesias era de raza blanca.

Ahora en las peluquerías se corta por lo insano con el móvil, que no llega para taparse la cara frente al espejo. Si al menos pudiera llevarse una su ordenador de mesa... Tampoco facilita el comadreo con el estilista que sí fomentaban las revistas, el oyoyoyoyoy. Se habla lo justo para mostrar la foto del influencer que se quiere imitar y luego se mata el tiempo curioseando las redes sociales o editando selfis. Al contrario que la revista, el libro o el periódico, el móvil ofrece un panorama uniformado y resulta difícil hacerse una idea del prójimo más allá de los zapatos o de si manda notas de voz como discursos de Fidel Castro. La ventaja es que nadie se lame el dedo para pasar de pantalla.

En el declive de las revistas ha influido también la crisis de la información rosa tradicional. No es que la curiosidad haya mermado: el chafardero ibérico es una especie más reacia a la desaparición que el corrupto ibérico. Venimos de Eva, la cotilla de Adán. Ocurre que la fama se ha convertido en una mercancía sin valor ahora que todo el mundo cree ser conocido y admirado en las redes, las celebridades se sobreexponen en sus perfiles públicos y los famosos son de medio pelo. Al chismorreo rosa lo ha sustituido el cotilleo político, donde Ferreras vendría a ser un Llongueras espasmódico que no pela, ¡interpela!, y, en lugar de soltar gallos, los pelea.

Sin revistas y con ese secador de conversaciones que es el móvil, las peluquerías pierden como institución socializadora y como centro de investigaciones sociológicas. Claro que todavía hay más verdad en los salones que en el CIS de Tezanos.

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