Opinión

La temperatura

Uno de los efectos más perniciosos del cambio climático es que las advertencias mediáticas para protegerse del calor se han adelantado a abril. Antes, hasta junio, hasta que el reportero estival lo aconsejaba, no sentía uno la necesidad de hidratarse ni de ir por la sombra en un estuoso mediodía. Tenía una toda la primavera marbellí por delante para poder salir de casa a las tres de la tarde con el abrigo, los guantes, la bufanda y un té hirviendo entre las manos, ceder a esa tentación tan humana de querer exponerse a la solana forrado en pieles como Jon Nieve o como Massiel.

Ahora es menester que el personal se asuste por el calor ya en abril, cuando aún no se ha recuperado de la clásica zozobra meteorológica de los telediarios por Semana Santa: ¿lloverá? ¿No lloverá? ¿Saldrá la procesión? ¿Se dolerán los hosteleros? ¡Un sinvivir! Porque la pérdida de poder adquisitivo, el encarecimiento de la vivienda y de la cesta de la compra, el paro o el endeudamiento son naderías en comparación con el verdadero desvelo que atormenta al español: el estado atmosférico. Los reporteros del termómetro serían, pues, los auténticos depositarios de las inquietudes de los ciudadanos, a la caza y captura de monitores de asfalto desde los que anunciar el apocalipsis como Fernando Arrabal anunciaba la llegada del milenarismo, o señalar a lo Colón el récord térmico nunca antes alcanzado. Claro que, puesto que lo que se nos anticipa es un combate atroz —¡atroz caldoso!— contra las altas temperaturas, parece una temeridad que no se nos presenten convenientemente armados con casco, chaleco pulverizador y máscara antigas de efecto invernadero.

La moral victoriana condescendió en hablar del tiempo para no hablar de otros asuntos. Ahora se habla del tiempo como si fuera una célula del ISIS. El periodismo, que se esfuerza en certificar que hace calor en verano y frío en invierno, y espera de la naturaleza la fiabilidad de un robot de cocina, ha encontrado un nuevo filón para dar la isobara: calor en primavera. Ya constató Jacinto Benavente que es muy difícil ser primavera. «A la primavera no se le consiente el menor devaneo ni con el verano ni con el invierno. Al invierno se le agradece que deje de ser invierno; al verano, que no se acuerde de que es verano; al otoño se le perdona todo; sólo a la primavera se le exige ser primavera: primavera integral». En otro artículo de 1948, el escritor comparaba ese verano con los estíos madrileños en torno a 1870, mucho más calurosos: «Estos veranos no son como aquellos veranos. A primeros de mayo, ya dejaba sentir sus rigores».

La temperaturra mediática forma parte del lucrativo regocijo apocalíptico al que se refirió Foster Wallace en Hablemos de langostas: «Tal y como suele pasar en las tertulias políticas radiofónicas, las emociones a las que se llega con facilidad son la furia, el escándalo, la indignación, el miedo, la desesperación, el asco y una especie de regocijo apocalíptico». Falta que, en el rebujito informativo que está abriendo los telediarios estos días, algún reportero descubra que Sevilla tiene un calor especial. Entonces podremos confirmar que abril es, en verdad, el mes más cruel.

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