Opinión

Hasta pronto, Ana

El mundo es un pañuelo de despedida. Dice Vila-Matas que quizá la mayor preparación para sobrellevar la vida fuera aprender el arte de romper con todo lo que nos parece imprescindible, convertirse en un perito de las despedidas. Por eso creí ventajoso que, entre mis hermanos mayores y nosotros, los pequeños, hubiera más o menos una década de diferencia y haber podido ensayar adioses aquellos años en que ellos se fueron marchando lejos y la mesa se fue quedando vacía, y la casa silenciosa, y las camas sin deshacer eran un recordatorio de las confidencias perdidas.

Ahora que mi hermana mayor se ha ido para siempre sé que aquel ensayo no valió de nada. Aunque todo comienzo asome el final, seremos eternos aprendices de despedidas, porque no se desprende uno de lo que pierde si es querido. La mía es, además, una pérdida múltiple: hermana, mejor amiga, hada del bosque de mi infancia y lectora más exigente, lo que le convierte a usted en merecedor de pésame, pues todo cuanto escriba sin pensar en su posible censura será ya peor. Ana tenía la habilidad de aniquilar al prójimo con su sonrisa expansiva, esa sonrisa incansable de quienes son capaces de ver la realidad no como es sino como debería ser.

Que la muerte iba en serio uno lo empieza a comprender también más tarde. “Creo que se me han acabado las vacaciones”, me confesó en diciembre. Ella, que no era nada navideña, disfrutó de la última Navidad como si fuera la primera. Y aunque solía preferir escuchar, habló con entusiasmo en una mesa que atiborró de dulces de Medina Sidonia. Compró frambuesos y arándanos para su finca y comprobó la humedad de la tierra con sus manos ya exangües, sabedora de que abonaría su casa futura. Deja mucha descendencia porque el jardín fue su familia numerosa, pero con las lágrimas justas, pues entre plantas se asimila que se puede morir muchas veces y resucitar otras tantas.

Una desearía que marcharse fuera, en verdad, empezar a volver, da igual de qué manera. Reconocer en una sombra su figura adolescente caminando junto a la mía, sentir sus pies descalzos de vanidad en la orilla de la playa portuense de Santa Catalina. O que recompusiera su cuerpo alirroto y llevara el rosario de sus huesecillos a los árboles que regó para que un día le sirvieran de cobijo, y saltara de rama en rama con el plumaje renacido y esa graciosa ligereza que sólo adorna a los seres profundos. Una querría la certeza de que el cielo ha dejado de ser promesa y desde allí sigue gorrioneando la miga de los días con sorbitos telegráficos.

Cuentan que en su final dijo Valle: “Me muero, pero lo que tarda esto”. Ojalá una muerte fulminante, idealmente mientras se duerme o se yace, o que me parta un rayo o un tiesto como los que desde sus balcones lanzaban las mujeres del Dos de Mayo. Irse a la francesa, burlar la alienación de la enfermedad, la agonía medicamentosa o el soporte de oxígeno, ese sonido de televisor mal sintonizado. Poder despedirse es necesario para quienes racanean las palabras o los gestos, no para aquellos conscientes de que con cada abrazo no dado se pierde el paraíso terrenal. Debería la muerte estar a la altura de la vida.

Ahora que las cenizas de Ana han caído sobre su parcela como una suerte de arroz nupcial, nunca la tierra volverá a sernos leve.

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