Opinión

El tochomocho

Degas, que además de pintar tenía vocación literaria, se quejó a Mallarmé de no poder alumbrar buenos poemas a pesar de ocurrírsele buenas ideas. El poeta le explicó que no es con ideas, sino con palabras, como se hacen versos. Tampoco Tamames ha conseguido que prospere su promoción de censura, porque no es con ideas, sino con palabras, como se hace hoy política. Lástima que, coincidiendo con el día de la poesía, no se decantara Pedro Sánchez por el verso: «¿No es verdad, ángel de la hoz, / que en este lado bueno de la vida / más pura la encuesta brilla / y se respira mejor?».

Al Congreso se va a hacer campaña, a jugar al Candy Crush, a tirarse los muertos y los corruptos a la cabeza, a dejar el bolso, a colocar un ladrillo, una impresora o unas esposas, pero colocar una meditación sobre España… ¡qué falta de respeto a la institución! ¡Meditar! ¡Y sin esterilla! Qué desfachatez la de Tamames, qué despropósito acudir a la Cámara con algo que decir, perfumado de sentido común, con una visión no partidista del país, para intentar que el ciudadano piense en lo que le incumbe. ¡Adónde vamos a ir a parar!

Cuando el prejuicio entra por la puerta, el juicio se arroja por la ventana. La clase política y la opinadora, oscilantes entre la condescendencia y el desprecio, pues hay que «respetar a los mayores», siempre y cuando no se junten con Vox, y «respetar la opinión del prójimo», siempre y cuando concuerde con la propia, han retratado a Tamames como una suerte de Norma Desmond, de vieja gloria que debiera quedarse muda, sin reparar en que en su postulación ha encarnado muchas de las cualidades que Azorín consideraba imprescindibles en un político: sencillez y naturalidad, precisión y concisión, alergia a la abstracción, no querer renovarlo y revolucionarlo todo, mañas en escuchar, la espontaneidad de las ideas antes que el atildamiento melindroso… Le ha sobrado prodigarse. Tampoco está para subir montañas.

Tamames, que se mira en el espejo de la memoria, el único en que uno se ve más joven cuanto más viejo, ha dado ejemplo de flexibilidad y de un polihumor político anticipado en su pelo: nostalgia de melena comunista, canas conservadoras, anaranjamiento centrista y cierto disimulo a lo Anasagasti. Ha recordado que el Congreso no está para insultar al contrario y ha denunciado la mitinización de la labor parlamentaria: «Lo que no procede es que traiga aquí un tocho de veinte folios preparados para hablar de cosas que yo no he dicho». El tochomocho, timo sanchista. No debería ignorarse su invitación a «cambiar el reglamento y poner tiempos», que el micrófono sufriera un gatillazo cuando el político se excediera, como en 59 segundos, aquel programa de La 1.

La mayoría ha calificado la moción de censura de inútil. Pero ya anotó Chesterton que mientras las bestias cuentan siempre con las cosas útiles, lo verdaderamente humano está en las inútiles. En su aparente futilidad, la moción ha servido para censurar la política actual, para devolver la cortesía al hemiciclo, para rescatar lo sustancioso del ruido de la lonja política, y para evidenciar que, entre viejos y jóvenes, más perniciosa que la brecha digital, es, ay, la brecha intelectual.

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