Opinión

El carril terraza

Esta Semana Santa, en Marbella, la procesión que más pasos tiene es la de la chancla. Se ensaya el verano y los visitantes bermudean su sonrosado de gamba a la plancha en terrazas que van ganándole espacio a la acera, como un mar avaricioso. Hubo un tiempo en que la terraza era un marcador estacional, un estornudo de alegría primaveral. Hoy se disfruta todo el año, con estufa en invierno y chorritos pulverizadores para el estío, nebulizadores con los que obnubilarse. Fomentadas por las restricciones del Covid y la turistificación de las ciudades, muchas se plantan en lugares insólitos, lo mismo al lado de un bolardo que de una papelera, bajo la consigna de «aterriza como puedas». Quizá en un futuro, entre sillas, mesas, sombrillas, pizarras, setas calefactoras, patinetes y tenderetes de souvenirs, la carrera de obstáculos callejera llegue a ser disciplina olímpica. De hecho, hay veladores que fagocitan tal extensión de paseo marítimo que a los camareros les aprovecha como entrenamiento de media maratón.

El sobredimensionamiento de las terrazas desautoriza la voz «terracita», ese diminutivo que presupone un ambiente de mayor intimidad y cordialidad —por eso Yolanda Díaz de Vivar, la CIS campeadora, no manda beso, sino «biquiño»—. Cuando se transforman en cervezódromos, y el abejorreo muta en rave y se forman colas desde las que se censura a quien se demora con las migas de las patatas, se anula la simpatía de la vecindad; el equilibrio característico de la terraza, entre la parsimonia del café y el nervio de la calle, se rompe en favor de un ritmo más acelerado, como de calzada, a veces tan próximo a la carretera que procedería hablar de un carril terraza donde tomarse una ración de escapes y recrearse en el piar de los coches, en el horizonte de contenedores… y hasta ser atropellado.

Antes que conducirse por un carril terraza, prefiere una apoltronarse en casa, por más que Luis Rosales se preguntara «para qué sirve estar sentado igual que un náufrago / entre tus pobres cosas cotidianas». Otro cantar es arrellanarse en una coqueta solana, simulacro vacacional que apacigua las frustraciones y miserias ordinarias, que reconcilia con la realidad por más áspera que sea. Sentarse en una terraza suele imprimir un modo optimista de ver la vida, aunque sea el entremés de un festín que nunca llega. Por eso la terraza es un efectivo artefacto de orden público, como las redes sociales, esos espejismos de rebeldía virtual que nos mantienen mansos en la vida real. Para estar en pie de guerra, primero habría que estar de pie. Como recuerda Henri Bergson en La risa, Napoleón apuntó que simplemente tomando asiento se pasa de la tragedia a la comedia.

Desde que Ayuso se erigió en Marianne que guía al pueblo a las terrazas, se han sublimado como símbolo nacional. ¡Pídase una cervecita, sea un español de (te)raza! Incluso como derecho, el inalienable derecho a airearse con kikos y aceitunas. Para contrapesar este furor, se ha empezado a reconocer en algunas ordenanzas el «derecho colectivo al paisaje urbano», a poder pasear sin que, parafraseando a Lorca, enjambres de sillas, mesas y parasoles acribillen el muslo del día y de la noche. O se contiene la privatización del espacio público o las calles sólo serán para quienes consuman.

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