Opinión

Cinco estrellas

Desde que alguien recomendó mi primera novela, no me fío de las sugerencias: hay sustos para todos los públicos. Sin embargo, es difícil sustraerse al cebo de las cinco estrellas, que vale tanto para un restaurante como para un médico o un recortador de vello nasal, así que visité a una fisioterapeuta con estupendas reseñas. “Muy bien, cariño mío”, “vamos, chiquitina”, “eso es, vida mía”, me animaba. Por un momento creí que en vez de quitarme un bloqueo pélvico pretendía sacarme un niño. 

Justo es reconocerle a esta especialista el trato cariñoso que alababan los comentarios. ¡Qué manera tan amorosa de no curarme la lesión! ¡Qué ternura al cobrar! Pero una, que a ratos es más inflamable que amable, se pregunta si era afabilidad impostada para conseguir su condecoración virtual. También asalta la duda con el hostelero zalamero que a modo de vela coloca en la mesa el cartelito de Tripadvisor. Lo decía Fernán Gómez: conviene un grado de antipatía para que lo dejen a uno en paz. 

Las valoraciones son el título contemporáneo y se cuelgan en despachos y escaparates como si, en lugar de en Yelp o Tripadvisor, se hubieran obtenido en Oxford. Los profesionales dependen de la amabilidad de los extraños, igual que la Blanche de Un tranvía llamado deseo, de que se tomen su tiempo para escribir un comentario favorable. El cliente no siempre tiene la razón, pero sí la opinión, de ahí que se adopte una actitud política —sonrisa y palmada afectuosa— y se oferten “experiencias personalizadas” para escalar puntos y propiciar el efecto rebaño. Lo suyo sería ofrecer excelencias despersonalizadas, porque hoy el anonimato es una forma de singularidad. Un buen jamón, servido como una brillante camelia ibérica, y puede olvidar mi nombre, mi cara, mi mail, y pegar la vuelta.

No estamos lejos de ese capítulo de Black Mirror en el que las personas se califican unas a otras en función de sus interacciones, su aspecto o su actividad virtual y, a más estrellas, más derechos. Cómo no añorar aquellos tiempos en que los únicos clicks que importaban eran los de Playmobil. Hay portales que cobran por posicionar, con comentarios falsos, determinados negocios en buscadores; valoraciones impulsadas por descuentos, ofertas o muestras, y reseñadores a dos euros. Las opiniones elogiosas no aseguran la calidad de un producto o servicio, como las loas a un escritor no acreditan su valía. Tampoco la crítica desfavorable garantiza verdad. Pero, en una sociedad dominada por ese nuevo cartesianismo que es el “poso, luego existo”, las apariencias apañan. De tanto preocuparse por la reputación online, puede ocurrir que se descuide la reputación real y, en una terraza con nota sobresaliente, le sirvan a una, en lugar de espeto, una falta de espeto. 

La confianza no se impone, se otorga; y a veces da chasco. Pero se prefiere escarmentar en cenas o vivencias ajenas, renunciar a conquistar territorios inexplorados para reducir el riesgo. Hermoso es el riesgo, cuenta Platón que dijo Sócrates. Callejear sin móvil. Conducirse con ese GPS silencioso que es el olor a comida casera. Huir de los menús que parecen un festival de Eurovisión. Quien se obsesiona con acertar acaba equivocándose.

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