Opinión

La bondad de los desconocidos

Cada mañana, al despertar, Zlata le pregunta a su madre si su padre sigue vivo. Con cuatro años ya sabe que el hogar no siempre está donde se duerme: tras diez días en un búnker, madre e hija huyeron de Kiev con la ayuda de un convoy de bomberos dispuesto por AGA-Ucraína, asociación que ha logrado ubicar a 350 refugiados. Llevan mes y medio en A Coruña, donde Katia les ha brindado lo que Virginia Woolf exigía como derecho: una habitación propia.

“Nunca olvidaré esa primera mirada cuando bajaron del autobús, mezcla de miedo y esperanza”, cuenta Katia. Los ojos de los refugiados son jardines arrasados donde sobrevive, como un sol tímido, una margarita de incertidumbres. La preocupación por los que quedaron -muchos mayores, necesitados de medicinas que no hay- y el relato de niñas violadas o madres forzadas delante de sus hijos dificultan el sueño de Maryna, de 36 años. También la pirotecnia de las fiestas, que revive el asedio de las bombas. Tiene un flequillo abundante que parece querer tapar los recuerdos del horror y colabora todo lo posible, aunque su deseo es volver, por eso fotografía cuanto ve y anota lo que querría llevarse: mango, mermelada de higo, jamón… Las verdaderas alegrías las conocen los tristes.

En una casa familiar en Gontán, Katia ha acogido también a Nataliia, de 51 años, y a su hija Mariia, de 16, de Jersón. El pueblo se ha volcado ofreciéndoles productos y servicios gratuitos que su pudor les impide aceptar, pero raro es el día en que no reciben patatas, verduras o huevos. Nataliia enseña las ocho docenas que acumula: ni el indomable Paul Newman podría con ellas. La calurosa bienvenida ha derretido el enfado de Mariia por haber tenido que abandonar a parientes y amigos. Ahora estudia en el instituto de Mondoñedo. También Zlata estrena colegio, que costea su material escolar.

“Si no fuera por la solidaridad de los particulares, de empresas y comercios, estarían desprotegidos”, apunta Katia, que denuncia la lentitud de la Administración. De momento, solo cuentan con una tarjeta monedero de la Cruz Roja para alimento y gastos sanitarios. Maryna llegó con 150 euros y sin saber qué sería de su empleo: muchas empresas aprovechan la guerra para reducir plantilla. No ha dudado en pedir trabajo en lo que fuera para no ser una carga y poder enviar dinero a su país.

Igual que Robinson Crusoe reconstruye su mundo perdido gracias a la Biblia que rescata del naufragio, hay quien reconstruye su realidad perdida a partir de los mundos de otros, su intimidad expoliada gracias a la familiaridad de otros, su seguridad arrebatada gracias de la generosidad de otros. Maryna y Nataliia llaman a Katia “santa Katia”. Cientos de familias merecen este halo. Demuestran un constante altruismo frente a la precipitada solidaridad del hashtag. El altruismo, como el sexo, se practica más cuanto menos se presume de hacerlo, aunque no se pueda negar la existencia de una geopolítica de la compasión ni de una aritmética de la compasión: a más días de catástrofe, más indolencia. La ansiada normalidad no era más que el número de muertes que estábamos dispuestos a ignorar.

En este tiempo de mendrugos, ser un pedazo de pan tiene miga: como la inteligencia, la bondad capacita para resolver problemas, y además habilita para no crearlos. La bondad no se mira al espejo; camina de puntillas, pero deja huella. “A veces alguien nos da de comer en un segundo para toda nuestra vida”, escribe Bobin. Y hay abrazos que abrigan para siempre.

Te puede interesar