Opinión

El azote del latiguillo

Me enseñan un friso erótico de un templo de Khajuraho. En vez de aportar algún comentario enriquecedor sobre los capiteles o canecillos de nuestro románico sexual, pienso en si un friso erótico podría considerarse un friso pecador de la pradera, y a punto estoy de llevarme la mano a los riñones y dar un gritito. La mente es permeable al latiguillo, por eso las canciones que mejor funcionan son simples y repetitivas. Ahora la muletilla de moda es el “clara-mente2, en dos palabras, del despique de Shakira, como en su momento lo fue el ”im-presionante" de Jesulín. La fórmula ha atracado en la publicidad y falta que el personal, además de hacer una pausa entre “clara” y “mente”, añada el gesto de las comillas con los dedos, como de langosta cociéndose, y un “no, lo siguiente”.

Pla decía que fumaba para encontrar los adjetivos exactos, pero, pese a haber aumentado las ventas de tabaco, cada vez más gente no encuentra ni los inexactos; prefiere entregarse a ese sadomasoquismo lingüístico que es el latiguillo de turno, que nunca es, ay, aquel de Barral y Biedma: “Hablemos del punto y coma”. “No acepto pulpo como animal de compañía”, ha protestado el presidente de la CEOE, más de aceptar la subida de su sueldo. Cierto es que, gracias a los lugares comunes, se mantienen las relaciones sociales, pero habría que distinguir entre la sabiduría común de los refranes y la nadería común de la frase hecha, que es el único consenso al que ha llegado la clase política. Políticos y medios papagayean la misma jerga invasiva, estirando el cliché, haciendo globos con el cliché hasta explotarlo. Creo que fue Voltaire quien advirtió que el primero en comparar a la mujer con una flor fue un poeta y el segundo, un imbécil. Por eso no vendría mal una fecha de caducidad para la muletilla, igual que para la felicitación del nuevo año. Y una posología: no más de “un poquito de por favor” al día. Y, puestos a pedir, que constara “hoja de ruta” como insulto.

Uno de los efectos del lenguaje precocinado es el sobrepeso de tonterías en la comunicación. Si la comida prefabricada hurta tiempo de vida, los sintagmas ultraprocesados roban tiempo de pensamiento, embotándolo de colesterol expresivo. La frase hecha deshace el idioma. Así como el torero se sirve de la muletilla para burlar al toro, el latiguillo engaña al prójimo con un simulacro de lenguaje. No extraña que “timo” sea sinónimo. Matriculados en la tontuela pública de las redes, muchos jóvenes limitan su jerigonza a cuatro frases hechas y un sinfín de extranjerismos; carentes de recursos para argumentar o seducir, ven en la lengua, principalmente, un lugar donde ponerse un piercing, ese vudú contra uno mismo. Cómo valorar la lengua cuando la propia Ley de Educación la ningunea, a sabiendas de que no hay educación verdadera sin competencia lingüística, pues lo que no se sabe decir no se sabe.

El tiempo pone a cada uno en su ripio. Lo malo no es repetirse, sino repetirse creyéndose original. Uno no puede cambiar el lenguaje periodístico ni el político, diseñado, según Orwell, “para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y para dar apariencia de solidez al mero viento”, pero puede tirar a la basura desechos verbales como “empoderar”, “poner en valor” o “topar”, que suena al Opá del Koala. Lástima que no esté de moda entre tertulianos y políticos esta otra muletilla: “no tengo palabras”.

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