Opinión

Fin del ciclo global

Es noticia que al puerto de A Coruña llegue un buque cargado de cereales procedente de Ucrania por una nueva ruta desde el mar Báltico. Yo me pregunto cómo sobrevive el comercio internacional en un país en proceso de ser invadido. Es noticia que Rusia racione su petróleo y su gas con destino a Europa. Yo me pregunto cómo se articula ese comercio energético en un país invasor sancionado internacionalmente. Son noticias las subidas de los combustibles fósiles que nos esquilman los bolsillos mediante los recibos de la electricidad, el gas, la gasolina… sin que de nada valgan las acciones de los Gobiernos para paliarlo. Busco las causas y tropiezo con oscuras razones especulativas. Otras noticias como la subida de los intereses bancarios, el despertar de la especulación urbanística, la falta de médicos para la atención primaria pública, el encarecimiento de la cesta de la compra… nos llevan a pensar que estamos al final de un nuevo ciclo del capitalismo.
Sin embargo yo veo la situación mucho más grave. No solo estamos viviendo en una nueva curva de crisis del capital. Caemos por la montaña rusa financiera sin la esperanza de volver a subir mañana. Creo que la gloriosa globalización del primer mundo ha hecho crack. Se hunde el barco y no es solo consecuencia del desastre económico que atacó a la clase media en 2018, ni del parón por la pandemia, ni por el síntoma anunciado por el brexit, ni por la ultraderechización de la política que alzó al poder a Trump y al creciente pensamiento totalitario… aunque todo eso influya, no dejan de ser síntomas de una realidad que nadie aborda. La globalización ha sido un fracaso. Ha bastado una guerra, impensable tres décadas atrás, para hacer saltar el castillo por los aires.
Los globalizadores imaginaron nuestro mundo vital como un gran territorio dividido entre productores y consumidores. La importancia de los matices -el bienestar, el ocio, la sanidad, la educación, el turismo…- simplemente deberían formar parte del engranaje del consumo y, por tanto, de la generación de plusvalías. Decidieron dónde cultivar los diferentes productos, quien tendría derecho a pescar y dónde, quién fabricaría barcos y automóviles, cómo y cuándo generar electricidad, quien tendría los monopolios del gas y del petróleo… La concordia y la paz harían próspero el negocio global. No se trataba de reproducir Un mundo feliz de Aldous Huxley porque la distopía en lugar de contemplar al individuo miraba al territorio como base no solo de convivencia, sino de un aparente progreso basado en la diferencia, ya digo, entre productores, especuladores y consumidores.
Existen millones de ejemplos para comprender cómo ha sido el proceso y cómo hemos caído en la gran trampa de la absurda globalización capitalista. España, por ejemplo, en la Historia ha sido un territorio productor de trigo, cebada, maíz… el pan nuestro de cada día crecía en el horizonte de nuestros paisajes. Ahora dependemos de los barcos que llegan a nuestros puertos desde Ucrania, Rusia o Brasil… aquella idea de crear una red de silos de almacenamiento y racionalización del consumo del trigo, nacida al borde de la Segunda República y explotada por la autarquía, murió con las exigencias del Mercado Común. Ahora, alejados de cualquier nacionalismo trasnochado, procedería preguntarnos por qué nos hemos dejado engañar. Nosotros y toda una Europa reducida a un elemental supermercado dependiente de productores ajenos, saturada de clases medias burocratizadas, cada año más empobrecidas.
 

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