Opinión

El cura Martín Patino

Hace muchos, pero muchos años, mientras yo residía en Salamanca cursando una carrera que afortunadamente abandoné a tiempo, circuló entre la clase estudiantil que unos del cine pedían gente joven para hacer de extras. Así fue en efecto, y participé como figurante en “Nueve cartas a Berta”, una tierna película protagonizada por Emilio Gutiérrez Cava y Elsa Baeza que hace relativamente poco volví a ver en uno de esos pases de la tele que nos colocan películas añejas, y allí estaba yo fugazmente, con el pelo cortado al cepillo y cara de bobo. La película la dirigió un hombre muy simpático y muy próximo llamado Basilio Martín Patino que andaba por allí repartiendo órdenes y diciéndonos cómo teníamos que colocarnos. Nos dieron, creo recordar, veinte duros, un bocata y una cerveza.
Más tarde supe que el director de cine que se atrevía a hacer pelis heterodoxas tenía un hermano cura que estaba comenzando a poner nervioso al régimen, un jesuita joven y muy listo, bien preparado, intelectual y valiente que todo el mundo en Madrid se ufanó en conocer y admirar y al que, a la postre, también yo conocí personalmente.
Era, huelga decirlo, José María Martín Patino y todas sus vivencias de juventud y la perdigonada que en la posguerra le atizó un falangista en un brazo y que a poco le deja manco, le empujaron a buscar la reconciliación allá donde estuviera. Fue el colaborador más inteligente y precioso con el que contó monseñor Tarancón para llevar a cabo la democratización en el seno de una Iglesia franquista cuyos seguidores soñaban con llevarle al paredón. Ha muerto a los 90 años dejando una obra fascinante, valerosa y muy bien hecha. Le debemos gratitud y memoria.

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