Opinión

Un ejército de paz

El mundo muestra su impotencia para frenar una guerra enquistada como la de Ucrania que ya dura más de seiscientos días y que ya ha dejado decenas de miles de muertos, millones de expatriados y una destrucción que costará décadas revertir. Tampoco para frenar otra como la que se avecina en Oriente Medio, que ya cuenta en sus cifras de horror con 4.000 muertos, 1.500 de ellos niños, 13.000 heridos, cientos de desaparecidos, doscientos rehenes cuya vida pende de la locura de sus secuestradores, hospitales y escuelas bombardeados, médicos que operan con la luz del teléfono y sin anestesia porque ya no hay luz ni agua ni calmantes, cientos de miles de personas que han sido obligadas a huir sin destino posible. Ni los grandes países ni los organismos internacionales son capaces de frenar este camino hacia el desastre total. "Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos", dijo Martin Luther King. Lamentablemente hay muchos que siguen preparándose para la guerra porque no quieren la paz.

Estos días, celebramos el Domingo Mundial de las Misiones, el famoso Domund que los más mayores recordamos con aquellas huchas de indios, negros o chinos que hoy serían consideradas políticamente incorrectas, pero que servían para concienciar, sobre todo a los más pequeños, de las desigualdades, la pobreza, las diferencias entre ricos y pobres. Y para ayudar a los más vulnerables.

Mientras algunos destruyen hospitales y escuelas, otros los construyen allí donde no hay nada ni nadie llega. Mientras algunos siembran el odio y levantan muros, otros siembran la paz y tienden puentes entre los diferentes, incluso entre los enemigos. Donde unos excluyen al diferente, otros buscan la concordia. Donde las mafias reclutan a los desesperados y les envían, en durísimos viajes con riesgo de morir, a Europa o Estados Unidos, otros les ofrecen atención, trabajo y esperanza. También en Ucrania o en Gaza, refugiados en una iglesia a la espera de que la bombardeen. Los misioneros se quedan cuando todos se van.

Hoy, aunque su número desciende al mismo ritmo que aumenta su edad, hay cincuenta mil misioneros –diez mil de ellos españoles– sacerdotes y religiosos, más de la mitad mujeres, y también cada vez más laicos, solteros o en familia, en 1.122 territorios de 140 países. África, Hispanoamérica, Asia, Oceanía, también algunos lugares de Europa son territorio de misión. Se trata de evangelizar, de llevar la buena nueva de Jesús, pero también de ayudar, de sumar, de escuchar, de atender, de ofrecer herramientas para abandonar la pobreza, de crecer como personas y como sociedad. Ellos han llevado la educación, la sanidad, el agua, el aprendizaje de oficios o profesiones, la atención a los enfermos y a la tercera edad, a los huérfanos, a las mujeres, en territorios donde sigue vive la guerra, la trata de mujeres y niños, la violación como arma de dominio, la pobreza absoluta. Personas que merecen una vida digna. Representan un tercio de la Iglesia universal y un 44 por ciento del trabajo social y educativo de la Iglesia. Por ellos, ese ejército de paz que casi nunca sale en los periódicos ha abandonado su tierra, su familia, sus seguridades, sus comodidades para ser expatriados que buscan las cuatro condiciones que, como decía, Juan Pablo II, exige la paz: "Equidad, verdad, justicia y solidaridad". Corazones ardientes, pies en camino. Eso son los misioneros, esencia de la Iglesia.

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