Opinión

La escucha, la mano y la espalda

En la reciente entrega de los Premios Derechos Humanos de la Fundación Abogacía Española, la psiquiatra infantil Amina Bargach dio una lección magistral de lo que tiene que ser la acogida y la escucha, especialmente con los migrantes que llegan a España casi invisibles como personas —como a ella le pasó hace muchos años en Alemania—, pero con una mochila a la espalda cargada de daños y de sueños y con necesidad de esa escucha activa que casi nunca se produce por falta de medios, por diferencias de idiomas y de culturas, a veces por puras razones políticas. Los que salvan las barreras se convierten en números de un expediente, pero pocas veces en personas que necesitan ser escuchadas. Amina dice que no hay menores no acompañados, los famosos menas, sino menores sin un referente familiar o adulto que, además han perdido el derecho a ser niños y adolescentes. Simplemente con una escucha activa, esos menores pueden volver a ser y sentirse personas.

Pero ¿cómo pedir que sean escuchados ellos si, por ejemplo, nuestros políticos son incapaces de esa escucha activa que se convierte en entrega incondicional con aquellos que les garantizan seguir en el poder? Y no son sólo los políticos, basta asistir a una junta de vecinos para comprobar que no se escuchan unos a otros y lo difícil que es tomar decisiones compartidas y de sentido común en busca del interés general o del bien común. Si no somos capaces de entendernos unas decenas de vecinos, hacerlo en política es, casi siempre, una utopía. Sin escucha activa, como pide Amina, no hay posibilidad alguna de ser una sociedad democrática y, ni siquiera, una sociedad adulta.
Pero si a la falta de escucha los políticos suman la incapacidad de poder darse la mano aunque se piense diferente, de respetar la palabra dada, de ser fieles a sus compromisos, la gobernación de un país se vuelve casi imposible. Y si se da la mano a los que buscan dinamitar las leyes que nos gobiernan y que nos hemos dado democráticamente, a los que no respetan el ordenamiento constitucional y quieren cambiarlo mediante el chantaje, todo empeora.

Lo peor es cuando de no escucharse activamente —incluso entre quienes representan más de dos tercios de los votantes y se prefiere ponerse en manos de quienes apenas tienen un cinco por ciento de los votos— y de ser incapaces de convivir se pasa a darse la espalda. Darse la espalda es desairar, ignorar, desatender, despreciar y hasta humillar. El espectáculo del ministro de Justicia, el presidente del Poder Judicial y el del Tribunal Supremo, en cuyas manos está la confianza de los ciudadanos en la justicia y el correcto funcionamiento de un poder fundamental del Estado de Derecho, dándose reiteradamente la espalda esta semana en dos actos públicos indica por dónde vamos. Claro que si quien gobierna permite el señalamiento de los jueces, refuerza a los que violan los derechos y piden la desigualdad entre españoles y pacta con los que llevan a asesinos en sus listas electorales, ni la escucha ni la mano son instrumentos posibles de concordia. Solo queda dar la espalda, aunque eso no lleva a ninguna parte sino que ahonda en la crisis profunda de la democracia. ¿No habrá nadie capaz, no lo seremos nosotros, de llevar a todos, o al menos a los más fuertes, al camino de la escucha activa de los intereses reales de los ciudadanos?

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