Opinión

¿Será Dios de derechas?

La nuestra es una curiosa sociedad. Previamente encomendadas nuestras ciudades y aldeas a un sinfín de santos y ángeles custodios nos hemos pasado el resto de una gran parte de nuestras vidas solicitándoles favores. Para empezar y desde el nacimiento solían ponernos el nombre de un santo que figurase en la nómina de los venerados, en el preciso día de nuestra venida al mundo y, acto seguido, reservaban para cada uno de nosotros, un ángel de la guarda que nos velase y protegiese en exhaustivos y continuados turnos de veinticuatro horas, día tras día, año tras año, hasta la consumación de nuestras vidas y la esperada llegada al cielo llevados de su mano.
Es cierto que había, como en todo conjunto de seres pensantes y a pesar de ello todavía beatíficos, ángeles custodios con mayor laboriosidad unos que otros; también no pocos que practicaban y aún practican el absentismo laboral más descarado e incluso algunos excesivamente atentos no solo a los avatares espirituales de sus custodiados sino incluso por sus más pequeños y sencillos y elementales deseos. Conocido es el caso del llamado Marcelo que vela por el bienestar de Don Jorge Fernández y lo hace hasta el extremo de ayudarle a aparcar su automóvil. No se tienen noticias, todavía, de que en caso de un pinchazo se encargue él mismo de cambiarle la rueda a fin de que tan significado personaje no se tenga que manchar las manos.
A veces se pregunta uno si Dios será efectivamente de derechas dada la prolijidad de su atención y lo intenso de su dedicación a las causas que estas acostumbran a dejar en sus manos. La gente de izquierdas también reza y sin embargo parece que Dios la tenga dejada de su mano. O que ellas hayan acordado dejar a Dios tranquilo. No se sabe. También se ignora, o a Lemnos se pretende, ignorar que, de la misma forma que no todas las gentes de derechas fueron franquistas o de que todavía sigan siéndolo, las de izquierdas, no pocas de ellas, son creyentes convencidas aunque no utilicen tanto a Dios de forma vana. A la vista de todo ello, cabe decir  qué mala racha llevan las izquierdas en sus encomiendas y en sus necesidades.
No deja de resultar curioso lo sucedido al juez Elpidio Silva en fecha todavía reciente, ni la segregación del juez Baltasar Garzón en su momento. No seré yo quien juzgue la oportunidad de sus sentencias, pero si quien connote el hecho de que hayan sido ellos y unos pocos más los únicos pasados por la quilla de la nave del Estado; al menos, en tratándose de jueces y si es cierto que el Estado somos todos y no solamente sean unos pocos quienes detentan el poder que este les confiere. A lo mejor es que Don Elpidio y Don Baltasar son de muy pocas oraciones o dieron de baja a sus respectivos ángeles custodios. No lo sé. Lo ignoro. No traté nunca a estos señores.
Ángeles custodios, de guardia unos, de baja por depresión otros, y una multitud de santos muy milagreiros y abogosos; que lo son de tantos males que su enumeración acabaría fatigando los ojos llorosos de los lectores pues de risa acabarían unos congestionados y sumidos en llanto, los más desprovistos de defensas, acabarían otros. Lástima de un Valle-Inclán o de alguien más, pero que fuese epígono de sus mejores páginas, para que fuese capaz de resucitar la corte de los milagros en la que llevamos siglos sumergidos en este ruedo ibérico de nuestras mejores pesadillas y pecados.
Ya no hay aquella procesión de eibadiños y de ciegos que, al tiempo que tan malamente cantaban las desgracias y los crímenes, tañían desvencijados violines o guitarras en los aledaños de las rectorales, para que los oyesen quienes fuesen camino de la parroquia o del arciprestazgo portando la cabeza de cera, la mano abierta o la cerrada, acaso una pierna salvada en últimas circunstancias.
Hoy los que piden por Dios, los pordioseros, ya no cantan y procuran no exhibir los ennegrecidos muñones de sus miembros. Se limitan a ponerse de rodillas al lado de un cartel que, con correcta ortografía y mejor prosodia, señala sus desdichas, mientras ellos permanecen callados y oferentes inmolados como víctimas de un sistema carente de compasión con los caídos.
En las estaciones  de metro de las grandes ciudades, intérpretes de todo tipo, formados en los mejores conservatorios de música posibles, ensayan las melodías que atraigan la atención y las limosnas de aquellos que transitan apurados. Mientras tanto, viejos hippies reconvertidos en ancianos, vestidos casi todos ellos de colorines y a adornados con collares, ofrecen productos supuestamente artesanales fabricados en serie por aquellos de entre ellos que han sabido dar el salto y situarse. 
Todo son ya multinacionales, mafias de pedigüeños perfectamente organizadas ocupan los accesos a los hipermercados, mientras grupos de antiguos militares se las traen tiesas a las fuerzas de seguridad del Estado asaltando chalés de madrugada  a esa hora en la que los psiquiatras argentinos no te ofrecen por teléfono las enormes ventajas y descuentos de los grandes consorcios de la telefonía.
Entre tanto, en los bares del último gin-tonic o en los del primer café con leche con cruasán de la mañana, ingenieros industriales, arquitectos o químicos orgánicos, filósofos o médicos en paro, que te toman la tensión para darle uso a sus batas blancas, pululan desnortados buscando el rumbo que se habían fijado sin saber que, desde mucho antes y antemano, se les había negado no fuese a resultar que, al final, el bienestar nos lo merecíamos todos en vez de disfrutarlo los de siempre.
El mundo ha ido cambiando sin que los más se apercibiesen de su cambio. Ayer en el Facebook se pudo leer  un comentario de alguien que afirmaba que llevaba un rato andando por la calle mientras decía a voz en grito en qué día había nacido, en cuál  trabajo se ocupaba y en donde había pasado su última Semana Santa, también que le decía ¡guapo! y ¡guapa! a todo aquel o aquella con los que se cruzaba o le daba abrazos a todos los que lo miraban… y que ya tenía tres seguidores: seguían sus pasos, alarmados, dos policías y un psiquiatra. No decía que no fuese argentino.
El nuevo mundo ya está aquí y, al parecer, está perfectamente organizado. Celebrémoslo. Hagámoslo en  conformidad con las últimas y silentes instrucciones recibidas, cada uno de nosotros en el sitio que previamente le hayan asignado. Ya saben. Al pobre le va a costar dejar de serlo y el rico, ay, el muy rico no abandonará su posición con tal de que cumpla el reglamento. Ya dejó dicho Romanones que el no promulgaba leyes, que se conformaba con redactar él los reglamentos. Sigámonos encomendando a nuestros santos.

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