Opinión

Una zorra menos perversa

La participación en el Festival de Eurovisión de este año se llama “Zorra”, y en algunos rincones de la crítica especializada se especula con la posibilidad de que su contenido sea demasiado explícito y provoque una reacción hostil que puede prolongarse incluso a aquellos departamentos del ente televisivo continental en los que se exija un cambio en el texto o en la puesta en escena de la canción ganadora como consecuencia de su avanzada desenvoltura. Sinceramente, y después de escucharla y contemplar el telón artístico que sirve de fondo, me ha sorprendido tanta especulación. Es cierto que aquella memorable patochada de Rodolfo Chiquilicuatre con la que asistimos a una de las ediciones y que tanto debate suscitó en su momento es, en verdad, un cuplé decimonónico comparado con esta propuesta, pero en sí, esta “Zorra” interpretada por una cincuentona rubia platino garbosa y sonriente en compañía de dos bailarines barbudos en ropa interior femenina, tampoco parece nada del otro mundo en materia de ruptura. Suena a la Alaska y Dinarama de mediados de los ochenta en armonía y ritmo, y la letra que maneja nuestro tema eurovisivo ni va a conmover a nadie ni dice nada que no pueda ser escuchado por cualquiera, incluyendo la chavalería de última generación a la que este recital de empoderamiento femenino una miaja cándido y trasnochado y brilli-brilli, le parecerá un coro de monjas de clausura tras las rejas de un convento, en comparación con el género de música que escuchan y que a mí se me antoja secuestrado por una obsesiva intervención latina infestada de letras machistas, pasiones oscuras, dominación, trucos de sonido, bases rítmicas de pesadilla y otros muchos argumentos que en mi opinión, dan hasta miedo.
“Zorra” es, desde el punto de vista estrictamente musical una reinterpretación incomparablemente  más cutre, de aquel estupendo “A quien le importa” de Berlanga y Nacho Canut que tiene hoy cuarenta años de brillante permanencia y que ofrece a este nuevo intento de ganar en Europa un ejemplo de cómo usar los acordes menores y los registros de un teclado electrónico que en la parafernalia de ahora se resuelve colocando en escena un tío con aquellos endemoniados artilugios genuinamente ochenteros mitad melotrón mitad guitarra cuyo mástil lo ocupaban los botones de registros. Nada nuevo bajo el sol.

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