Opinión

El valor de un recuerdo

Por alguna razón no suficiente explicada, la figura de Carmen Díaz de Rivera ha supuesto un cierto problema para la memoria histórica nacional, tan ávida de rescatar protagonistas en periodos trascendentes –la guerra civil ha pasado al primer plano en esta operación rescate y se nos ha colado por todas las rendijas hasta derivar en hastío- y tan renuente por otro lado a rememorar pasajes con los que la intelectualidad reinante se siente visiblemente incómoda, como lo es aquel que dictó con renglones quizá torcidos pero con planas doy fe muy tiesas, la necesaria reconciliación. Carmen Díaz de Rivera y lo que significó nunca ha desatado pasiones, ni su cautivadora personalidad ha incitado a los historiadores y cronistas del siglo XX a estudiarla a fondo. Su figura, plena de atractivo como avanzada intelectual en un tiempo especialmente necesitado de acciones y propuestas avanzadas, no parece ofrecer inspiración suficiente a los que podrían rescatarla del olvido y se han mostrado muy remisos a considerar su trascendencia. Nadie me lo quiere explicar pero me parece que es de ley hacer justicia a una mujer de tristes destinos que contribuyó muy decisivamente a la construcción de esa España pos franquista buena semilla del país del que disfrutamos ahora.
Carmen Díaz de Rivera, a la que la televisión pública ha dedicado por fin un excelente documento, asomó a la vida estigmatizada en cuerpo y alma por un secreto tan duro y hondo que quebró por él mismo todo lo que aquella joven rubia, de ojos azules y frenéticamente guapa llevaba construido hasta la fecha. En vísperas de su boda supo que su padre no era su padre sino que era el cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, que había mantenido con su bella y sofisticada madre la duquesa de Sanzol un romance secreto. Y más duro aún, que su futuro marido, hijo a su vez de Serrano Suñer, era en realidad su hermano. A partir de ese momento, la vida de una radiante mujer apasionante y apasionada, hermosa como muy pocas, valiente, profunda e irresistible fue otra y adoptó la apariencia de una búsqueda permanente con un ingrato y temprano final. Al considerar el culpable olvido que su memoria lleva padeciendo, uno se pregunta qué hace a algunos favoritos y a otros malditos. No acierto a saberlo pero a las pruebas me remito.

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