Opinión

Memorias políticas

Quienes amamos los libros siempre encontramos satisfacciones y alegrías entre ellos. Rara vez un libro te traiciona por muy malo que sea su contenido. Si los abandonas nunca te reclaman nada cuando vuelven a tus manos e, incluso, aquellas cosas hermosas que guardan en sus tripas te las brindan generosamente. Hasta son mejores amigos del ser humano que los perros y los gatos. Te sirven, te iluminan el espíritu, te dan calor, frío, miedo, angustia, alegrías, esperanzas, conocimientos y solo te piden a cambio unas monedas (menos de lo que vale una noche de copas y, no digamos, una entrada de un partido de fútbol) y finalmente te ruegan un hueco en un estante donde reposar, siempre con el lomo a la vista para no perder sus identidades, ansiando ser útiles a las generaciones futuras.
Como amante de los libros, nada me produce mayor ternura que visitar una librería de viejo. En ellas he encontrado desde olvidados amigos del pasado hasta algunos ejemplares de los escritos por mí, con dedicatorias a gentes cuyas caras no podré recordar nunca. O firmados por lectores que los poseyeron, sobaron sus hojas, marcaron párrafos, anotaron cualquier número de teléfono y, pasada la ilusión de la lectura, los abandonaron en la inclusa/almoneda, vaya usted a saber por qué razón de espacio vital o de economía. Entrar en esas librerías es como viajar en el tiempo y descubrir las caras ocultas de los más insólitos universos soñados.

Pero lo cierto es que las librerías de viejo han ido desapareciendo con el mismo ritmo de los cines de barrio o aquellos quioscos donde se cambiaban las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía, las de sus colegas visionarios del Oeste americano y esas otras de amores románticos de antes de las telenovelas. Ahora imperan las librerías de saldo donde, con harta frecuencia, el negocio se nutre de los descartes y sobras de las propias editoriales. Están libres del olor a papel condensado con el humo del lector, saben a nuevo y suelen ser luminosas, ordenadas y con los precios ganga a la vista llamando la atención. Días atrás entré en una de ella y, sorprendido por la cantidad de títulos rebajados, a menos de un año de su lanzamiento, entablé conversación con el librero.

-Ya no hay libros antiguos y nadie compra ejemplares viejos –me dijo-. Ahora los de leer y tirar acaban en el reciclaje de papel…
Me detuve en un expositor marcado como de Memorias políticas y mi asombro se hizo universal. Allí estaban las grandes figuras contemporáneas, como en una tertulia del limbo, esperando el desahucio final. Unidos por el tiempo lucían los que hablaban o eran las memorias del primo de Franco, de Felipe González, Alfonso Guerra, Leguina, Carrillo, Suárez, Aznar, Bono, Zapatero, Revilla, ¡Rajoy!, ganándoles en abundancia y portadas Manuel Fraga… La memoria no me alcanza a nombrarlos a todos. El librero me aseguró que nadie los procura. A mí me dio para reflexionar sobre esa manía de los políticos modernos, afanado por dejar sus justificaciones impresas para los anales de la historia. Anécdotas y vivencias para, quizás, enmendar los documentos oficiales. Me produjeron tristeza y, cuando marchaba, me enteré de que Albert Rivera ya tiene el suyo en la imprenta. ¡Albricias!

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