Opinión

La educación a escena

Allá en Andalucía, un nieto de mi prima Isabel no quiere hacer la primera comunión. Si le obligan, amenaza con ir en chándal a la iglesia. El crío padece una rara alergia por la cual los padres lo matricularon en el centro concertado más cercano a su casa. El colegio pertenece a una orden religiosa y, asegura el niño, las monjas lo han amenazado con la expulsión si no asiste a la catequesis. En Valencia, una profesora de religión ha preguntado a sus alumnos de ESO –de 12 a 16 años- si han fornicado, cometido adulterio o han practicado la homosexualidad, para saber si cumplen con el sexto mandamiento. Allí donde tiene poder -Murcia, Andalucía, Madrid…- la extrema derecha anda metiendo su mano ideológica en la educación pública para afianzar el control tradicionalista, con la excusa de dar libertad a los padres y apartar al alumnado de “perniciosas manipulaciones ideológicas”… He aquí tres brotes de una vieja planta, que mantiene a este país anclado en ancestrales costumbres discriminatorias a la hora de formar. Y no son excepciones.

Al redactar la Constitución de 1978 no fue posible alcanzar un pacto educativo para sacar a la enseñanza del sistema franquista imperante. Y ahí está la base de un problema político que nos lleva en cada legislatura a una guerra sin cuartel, mientras docentes y alumnado sufren consecuencias a veces irreversibles. Esa es la razón de porqué la famosa asignatura de religión católica es la habitual piedra de toque en todas las reformas y contrarreformas educativas desde 1980, como lo había sido en tiempos del decreto de Romanones en 1901 o durante la breve II República de 1931 al 36. Una cuestión repetida hasta la saciedad, bajo la que ahora se esconden, además de obsoletos intereses partidistas, los beneficios empresariales de la educación privada.

El Gobierno de coalición de Sánchez no ha tardado un suspiro en plantear la nueva reforma para suprimir la prepotente Ley Wert de 2013, aprobada por el PP sin ningún tipo de consulta ni de consenso con la oposición, dando la espalda al pacto de anuencia propuesto en 2010 por el ministro socialista Ángel Gabilondo. Ahora le corresponde al PP criticar el no ser tenido en cuenta por la ministra Celáa y lamentar que la asignatura de religión, entonces impuesta incluso contra un amplio sector de la docencia, decaiga del currículo escolar. Y otra vez vuelve a rodar por los mentideros la amenaza del laicismo manipulador, el regreso del diablo a las aulas y el fin del mundo cada mes de junio.

Va siendo hora de afrontar el problema con seriedad. Religión sí o religión no, importa un pito a la mayoría de la sociedad moderna. Ese dilema no es más que humo demagógico. Lo que está en juego es una educación pública libre, eficiente e independiente, por la que deben optar los gobiernos progresistas. Una enseñanza universal y gratuita. Lo que en ningún caso tampoco debe significar menosprecio de las cualidades de la enseñanza privada a la que ahora se prima, directa o indirectamente, en menoscabo de la pública. Simplemente, quienes deseen para los suyos una educación religiosa, o ideológica, o de élite, o de supuestas calidades superiores, como garantiza el artículo 27 de la Constitución, deben obtenerlo sin discriminar a las mayorías. No olvidemos que, como la sanidad, la enseñanza pública es un servicio social. La privada es una empresa. Lícita, pero negocio al fin.

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