Opinión

Cambiando el final

Al término de la séptima temporada me cansé de la trama de “Juego de tronos”. La octava no me atrajo y no he visto el capítulo final tan esperado por el público, desconozco si la resolución de las intrigas es buena o mala y, más allá de la aplicación de las técnicas cinematográficas y literarias para mantener la expectación, ignoro si la filosofía sociopolítica impregnada en la serie ha estado bien resuelta. Por tanto, no debo, ni me apetece, opinar sobre la conclusión de este fenómeno televisivo de masas.
Pero sí me parece oportuno reflexionar por cuanto representa desde el punto de vista de las contiendas del siglo XXI. Productores, guionistas y realizadores de la serie han acertado plenamente a la hora de escoger y adaptar la temática de una obra en la que todo es o puede parecer simbólico, según el ojo que vea y la mente que enjuicie. La lucha por el poder y el dominio territorial son eternos en la convivencia y las ambiciones humanas, pero en nuestro presente, considerado por muchos como el tramo postrero del mayor imperio moderno, el de EE.UU., con la guerra fría liquidada, la amenaza del despertar de China, las batallas librándose en los espacios de la economía global y de las nuevas tecnología de la comunicación, resucitar las viejas luchas medievales por alcanzar un trono tenía el terreno abonado para lograr el éxito.
¿Estoy diciendo que “Juego de tronos” es una parábola de nuestro presente? Si los promotores nunca se lo plantearon, lo han conseguido por casualidad. ¿Pretendían una simple recreación de las ambiciones de corte medieval, incluyendo la fantasía y la magia de seres imposibles simplemente para entretener? Quédese con aquello que más le plazca.
Para mí, las convulsiones políticas presentes, las luchas por el dominio económico del planeta, el destape de las miserias y la desmitificación de los dirigentes más poderosos, el descubrimiento en tiempo real de sus intrigas, errores, cinismo y maldades, todo gracias a la universalización, rapidez y transparencia de las comunicaciones, han convertido a la serie en espejo de nuestra realidad. ¿Acaso el muro y los habitantes del norte nevado no son una alegoría del desconocimiento y temor al oriente ignoto, inmortal y poderoso? ¿Acaso esos dragones voladores no pueden representar el poder de las redes sociales incontrolables? ¿Acaso las luchas fratricidas no son titulares de cientos de noticias diarias? ¿Acaso los rostros multiplicados de las venganzas no se transforman en números todos los días en las Bolsas de valores? Siga el juego, por favor.
Sí, sígalo hasta llegar a nosotros mismos, a los espectadores. ¿Qué lugar ocupábamos en la trama, más allá de ser el pueblo ignorado y pisoteado? Nos ha correspondido el de eternos jugadores pasivos, telespectadores compresivos y amables. Es lo pactado por la costumbre. Pero en esta ocasión no ha gustado el final y por primera vez en la historia de la Humanidad se ha creado una plataforma para protestar y cambiar la resolución ideada por los guionistas. Los votos virtuales se han levantado irritados contra el libre ejercicio de la fantasía. ¡Infeliz revolución! Nunca nadie podría haber soñado una parábola tan determinante de nuestra realidad irreal. Acabamos de caer en la trampa saducea de jugar a cambiar e influir en la representación del poder, contra un sucedáneo de los derechos que la realidad nos sustrae todos los días. La iniciativa es como tratar de romper el espejo de la madrastra.

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