Opinión

Alimentar la esperanza

He pasado dieciséis días internado y aislado en el Hospital Clínico Universitario de Santiago de Compostela luchando contra el coronavirus y la neumonía. Gracias a la sapiencia, dedicación y coraje del personal sanitario y auxiliar puedo contarlo. Les corresponden en exclusiva todos los méritos y merecen cuantos aplausos les brinda la mayor parte de la sociedad todas las tardes durante el Estado de alarma. Cuando este drama concluya, España nunca podrá pagarles el esfuerzo y sus méritos. Excepto, claro está, si esta pandemia consiguiera cambiar la mentalidad de los gobernantes y dirigentes, quienes durante más de dos décadas han venido denigrando la medicina pública universal gratuita para implantar una sanidad/negocio, sustentada con el mismo dinero público de nuestros impuestos. Los de la totalidad de la ciudadanía, no sólo de la industria y las empresas como he escuchado, atónito e indignado, a Pablo Casado.

Muchos días de hospitalización han sido duros, pero siempre me sentí seguro y protegido, admirando el tesón de esas profesionales que entraban y salían de mi habitación con consejos, remedios, vigilantes, entorpecidas por un fuerte protocolo de seguridad, que les obliga a revestirse y desvestirse para cada ocasión, sin una queja, sin un lamento por muy escasos o deficientes que en los primeros momentos fueran las mascarillas, las batas, los guantes, las calzas... desechables. La prevención y el aislamiento son fórmulas básicas para alcanzar el éxito y evitar la contaminación a la que se arriesgan todos los implicados. Pero no se piense que por el aislamiento los enfermos éramos ajenos a cuánto estaba sucediendo fuera, más allá de los muros del hospital. En la feria de las banalidades políticas e intereses partidarios.

Pasados los díwas más difíciles, llegaron los momentos de poder ver y escuchar las noticias, de valorar los criterios informativos, las decisiones del Gobierno de España, las voces de los presidentes autonómicos y de la oposición, los bulos y las falsas noticias. Mi habitación se convirtió así en un universo de contrastes entre la solvencia de dentro y la frivolidad o el oportunismo de fuera. Dentro, cada vez que un paciente lograba el alta se desataban emociones y celebraciones entre los sanitarios. Fuera, las informaciones incidían primero en las muertes, los fracasos, las deficiencias, en las estadísticas y finalmente en los curados como factores secundarios. Imaginé cuánto debe dolerles esa valoración a quienes se juegan la vida para salvar vidas. A mí, paciente en proceso de sanar, me rompía el alma.

Nunca utilizo símiles militares, pero al valorar las arriesgadas decisiones del gobierno de Pedro Sánchez, apostando por las personas antes que por la economía de mercado, lo veía encabezando un ejército, librando una dura batalla contra un enemigo invisible. Improvisando estrategias, acertando y rectificando. Al tiempo, en la retaguardia escuchaba la hipócrita colaboración del PP de Casado, enfrascado en secundar la misma guerra de guerrilla de la extrema derecha, esos “patriotas” capaces de hundir la patria, sin importarles flotar sobre la muerte y la mierda.

Volviendo convaleciente a mi casa escuché al líder conservador portugués, Rui Rio, dando una lección de solvencia y responsabilidad democrática al ponerse incondicionalmente al lado del gobierno socialista para vencer unidos esta pandemia. Otra vez, pensé, nos queda Portugal para alimentar la esperanza. 

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