Opinión

La exigencia sostenida

Cuarenta días de confinamiento pero aún casi cuatrocientos fallecidos, aunque sea el nivel más bajo en un mes, es mucho. Cualquier muerte es siempre demasiado, sobre todo si en lugar de presentarse como dato estadístico le ponemos cara y cariño. Cuarenta días, con sus cuarenta noches pasó Jesús en el desierto para encontrarse con el demonio sin sucumbir a la tentación. Semejante proeza bíblica se nos antoja hoy pequeña ante la perspectiva de continuar abstraídos de una normalidad que nunca será la misma.

Porque sumamos y seguimos sin ver todavía un horizonte claro ni demasiada confianza en quien con resignación dirige e intenta coordinar la lucha contra la pandemia, la ignorancia, el miedo, la imprudencia o la soberbia. El agotamiento es generalizado, de quien trabaja en primera línea asistencial, del resto de trabajadores que desempeñan servicios esenciales o de quienes se quedan en casa a salvo del virus pero en manos de la monotonía, de la ansiedad o de la histeria. El desgaste está en las caras de los miembros del Ejecutivo y de la Administración que vemos cada día en los medios de comunicación, manteniendo con mucho esfuerzo la exigencia sostenida del Gobierno. 
Pocas manifestaciones me han transmitido últimamente tanta sinceridad y empatía como la afirmación esta semana de la Ministra Celaá: “Trabajamos intensamente, el presidente no sé cuándo descansa”.  El rictus de extenuación que acompañó a sus palabras certifica un esfuerzo que no puedo sino reconocer, y que he visto de cerca estos días en muchas personas que han asumido responsabilidades por encima de cualquier exigencia laboral o profesional. Esperemos que tengan acierto y que no se precipiten en las medidas de desescalada que quieren ponerse en marcha con tanta ansia. Sabemos quienes lo hemos intentado alguna vez, que más difícil si cabe que subir es -muchas veces- bajar. 

Como el agua que baja como un torrente saldrán este domingo los niños y niñas de la mano de progenitores enjaulados a tomar mil metros de calles durante sesenta minutos de euforia. Miles de pasos que se aglutinarán en el que no es más que el primero que se da en busca de la vuelta a una rutina bendita. Será para muchos como la gigantesca bola que rodó sobre la cabeza de Indiana Jones en busca del arca perdida o como el chupinazo de un San Fermín atípico. El Gobierno de Sánchez deja que los niños se acerquen a él como decisión inicial errática no exenta de controversia. Una vez perfilada la edad de salida y blindados los supermercados y fruterías contra la avalancha infantil, no hay más decisiones claras más allá de decir que los siguientes serán los mayores, sin que sepamos si son los mayores de edad o las personas mayores –ancianos- que son las de mayor riesgo precisamente. 

Mientras tanto, en Galicia, la Xunta toma la iniciativa y  propone permitir el deporte al aire libre, la apertura de concesionarios y de comercios con cita previa. Sánchez tiene pesadillas con un Feijoo que le persigue mientras hace running por los jardines de la Moncloa. No sé cómo será la nueva normalidad reciente que se avecina, pero se parecerá mucho a calles llenas de personas paseando perros, de gente enmascarada en supermercados, de padres y madres con niños, de corredores compulsivos y de concesionarios repletos de visitas con ninguna intención de comprar vehículos nuevos porque no quieren o no pueden. Ha llegado también la era de las mamparas, el imperio del plexiglás y el policarbonato, del plástico, que nos proteja mientras mantengamos la exigencia sostenida en la lucha contra el coronavirus.

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