Opinión

Casi queda en fiesta

Una cosa es la Justicia como principio moral y valor superior del ordenamiento jurídico, y otra diferente la Administración de Justicia. A salvo de la divina, en el ámbito terrenal la única forma válida de hacer justicia pasa por los juzgados y tribunales y se imparte por personas que dictan las sentencias que son la expresión última de una opinión resultado del análisis de los hechos y basada en fundamentos de derecho.
Pero esta opinión válida y ejecutiva, que debe ser respetada y obedecida porque así lo garantiza la fuerza del Estado de Derecho, nunca es compartida –como es lógico- por el cincuenta por ciento de las partes en el proceso y, en casos de delitos especialmente gravosos, es rechazada públicamente por la mayoría de la sociedad, cuando considera que el “fallo judicial” es un fallo humano en toda regla.
Esto ocurre cada día en procesos mediáticos por corrupción, defraudación, falsedades, malversación, cohecho, prevaricación y muchos otros delitos en relación con el ejercicio de la autoridad o caudales públicos, o en los de carácter más cruel, injusto o sangriento. Por lo que se refiere a los relacionados con la actividad política, los ciudadanos nos indignamos más o menos, pero lo comentamos con cierta resignación y aprovechamos para echar unas risas cuando descabezan a alguien por un quítame allá esas cremas.
Pero la sentencia a la tristemente famosa Manada de bestias que fueron acusados de violación grupal de una joven en Pamplona durante los Sanfermines de 2016 no ha dejado indiferente a nadie. Los cinco imbéciles, simples y primarios -así calificados por su propia defensa- han sido condenados a una pena de nueve años de cárcel por delitos continuados de abuso sexual con prevalimiento, lejos de los veinte y dos años que se pedían por la fiscalía, al entender el Tribunal que no hubo violencia ni intimidación, ni por lo tanto violación.
Y eso que, según los hechos probados, tiraron de la chica para meterla en un portal, la penetraron hasta seis veces sin su aquiescencia, abusando de su superioridad física y numérica, viéndose ella sometida, impresionada y sin capacidad de reacción. Acorralada y agazapada, así la describen también los magistrados a la vista del vídeo analizado como prueba, del que deducen que la denunciante fue sometida a la voluntad de los procesados, que la utilizaron como mero objeto para satisfacer sus instintos sexuales. Y por encima de todo: la víctima denunció su violación. La chica, de la que se aprovechan sexualmente hasta cinco inocentes criaturas a la vez, dice que fue violada y "gracias" a la asquerosa idea de quienes -encima- querían contar con la prueba y trofeo de su humillante hazaña, cuenta con una grabación que es prueba de delito.
Pero no es suficiente para la calificación de violación. Ni su denuncia, ni su testimonio, ni las imágenes que dejan constancia explícita de la agresión y humillación. ¿En qué situación deja esta sentencia a las víctimas? ¿De qué modo han de probar su falta de consentimiento? ¿Qué valor tiene la declaración de las personas agredidas si, junto con el peso de las pruebas, es objeto de interpretación subjetiva? ¿Cuál es el rigor moral -si no jurídico- para que de la descripción de los hechos probados del Tribunal no se deduzca violación?
Uno de los magistrados del Tribunal ha opinado en su voto particular que la joven denunciante accedió a mantener relaciones sexuales con los acusados, en contra de lo denunciado por ella, y que deberían ser absueltos. Le faltó decir que aquello en realidad no fue una fiesta sino un fiestón. Que los chavales se desmadraron un poco. Normal que cunda la indignación y las movilizaciones sociales y que -lejos de valorar los años que debieran cumplir de condena- se clame por el reconocimiento de la violación y la protección de las víctimas. En caso contrario, como decía Castelao en una de sus populares viñetas "E agora, a quén podemos recurrir para librarnos da xusticia"?

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