Opinión

«¡Negrooo de mieeerda!»

Supuestamente, esta expresión fue proferida por el jugador del Cádiz, Juan Cala, a Mouctar Diakhaby, defensa central del Valencia, en el encuentro que enfrentó a ambos clubes el pasado domingo 4 de abril.

La frase ha sido calificada de insulto racista; pero… ¿en verdad lo es? 

En términos generales, podemos afirmar que el racismo se caracteriza por creer que una raza es «superior» a otra; creencia que conlleva una discriminación negativa del grupo humano considerado inferior. Ante realidades de esta naturaleza la pregunta apropiada es la siguiente:

¿Tienen los ciudadanos de los países democráticos derecho a pensar que una determinada raza es mejor que las demás? ¿Poseen, acaso, el derecho de expresar y comunicar ese pensamiento al conjunto de la sociedad?

En «Rien n’est sacré, tout peut se dire» («Nada es sagrado, todo se puede decir»), el filósofo Raoul Vaneigem vierte una sentencia que responde a las dos cuestiones: «La libertad de expresión es un valor humano en su libertad misma de expresar lo inhumano».

Con esta máxima asevera que, en democracia, las opiniones tienen todas el mismo derecho a ser expuestas con independencia de su contenido. Esto es, los juicios racistas, sexistas o llenos de odio deben de poder ser comunicados como lo son las creencias religiosas, las ideologías políticas o las noticias deportivas. Según Vaneigem, «lo que se ha de condenar no son las palabras, sino las vías de hecho».

No obstante, en las democracias occidentales se ha llegado a la estulticia de convertir la palabra «negro/negra» en tabú, de modo que aquel que ose pronunciarla o escribirla parece que ya está cometiendo un grave delito (de ahí que se empleen eufemismos ridículos, en los que subyace un sentimiento de culpa absurdo, tales como: la escritora «de color», el actor «afroamericano», o la atleta «morenita»).

Pondré un ejemplo personal. Tras volver de una estancia de investigación en Brasil tuve que acudir a la Unidad de Enfermedades Tropicales del Hospital Carlos III de Madrid. Llegué unos diez minutos antes de la cita programada. En la sala de espera solo había personas de raza negra y yo. El doctor atendió a los pacientes que llegaron antes y a los que lo hicieron después de mí. Pasada media hora de mi turno le pregunté al médico si en aquella consulta solo se atendía a negros, dado que yo parecía resultarle invisible. Su respuesta fue: «Usted es un racista»; sin embargo, el que estaba realizando una discriminación negativa por el color de la piel era él, no yo, que venía de pasar varios meses conviviendo y relacionándome, incluso íntimamente, con estudiantes de muchas otras razas diferentes a la mía; entre ellas la que se distingue por el color oscuro de su piel. Y es que la clave para recibir el adjetivo descalificativo fue haberme atrevido a pronunciar la palabra maldita en Europa y Estados Unidos: «¡Negro!».

Considerando el contexto (un partido de fútbol de primera división, en los que los jugadores para tratar de enervar al rival se dicen barbaridades sobre ellos mismos y sus familias), aunque fuese cierto que Cala llamara «negro de mierda» a Diakhaby no estaría cometiendo un acto de agravio de carácter racista, sino insultándolo de forma vulgar. Desde luego, la intención hubiera sido muy distinta si el improperio se lo dijese en la calle o en una cafetería; aunque no creo que se atreviera ya que Diakhaby mide 1,92 metros, pesa 78 kilos y es un hombre joven y fuerte.

De la frecuencia con la que se emplea en el lenguaje común esta expresión despectiva puedo dar fe yo mismo puesto que me han llamado «español de mierda» en Francia, «gallego de mierda» en Madrid y «escritor de mierda» en Galicia; locuciones, todas ellas, que no tienen la menor trascendencia.

En su jurisprudencia, el Tribunal Constitucional no integra los insultos dentro del contenido esencial del derecho a la libertad de expresión por carecer de relevancia en la formación de una opinión pública libre y responsable, motivo por el que los prohíbe de manera absoluta. Por el contrario, en sus sentencias el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no los veta totalmente sino que recomienda analizar cada caso en particular, que es lo que hay que hacer en el «caso Diakhaby-Cala».

Cada vez son más frecuentes las quejas victimistas de futbolistas negros en este sentido, intentando hacer pasar, injustamente, por racistas a compañeros de piel blanca los cuales tal vez «denuesten» durante los enfrentamientos de forma más «grave» a los jugadores de su propia raza.

Por eso es conveniente tener siempre presente el apotegma de Menandro: «El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, si no el que pudiendo ser injusto no quiere serlo»; enseñanza aplicable a blancos, negros y mulatos.

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