Opinión

La reputación del impostor

Carles Puigdemont ha decidido que lo que le quede de vida, y espera que sea mucho, lo dedicará a proteger su reputación. Mucha vida ha de quedarle, ciertamente, para que consiga, si no proteger aquello que nunca demostró estimar, sí esconder en lo posible su impostura.
Mientras en la Ciutadella, a las puertas del Parlament, sus partidarios, clonados con su careto, atizaban en plan "pacific" a los Mossos y se llevaban algún porrazo que otro, el ex-presidente de la Generalitat guasapeaba con su camarada Comín los términos de su rendición, según ha desvelado la exclusiva de Tele-5. Mientras algunos de sus socios del "procés" se pudrían en la cárcel, y Cataluña se debatía en el marasmo institucional, y el Tribunal Constitucional seguía siendo forzado a bregar con el absurdo, y la escisión social alcanzaba máximos históricos, y la economía local mínimos, el tipo que había montado todo eso y que anda de turista en Bélgica, huido de la Justicia y prófugo de la razón, se preocupaba por su reputación.
El individuo que no ha dudado, llevado de su incontrolable narcisismo y de su concepción amoral de la política, en lastimar gravemente a su país y a sus paisanos, en llevar a la policía bajo su mando a los territorios de la traición, en execrar a España y a los españoles, en pervertir hasta el extremo la función de los medios de comunicación públicos, en convertir las legítimas aspiraciones de la minoría independentista en una pueril y cursi "performance", el tipo que no ha dudado, digo, en sacrificar tanto y a tantos, piensa ahora, cuando su tóxico delirio "ha caducat", en su reputación.
Suponían hasta hoy mismo sus partidarios, y les gustaba, que Puigdemont era sólo malo para los otros, y ahora ven que ha sido malo también para ellos. El que es malo, es malo, y la reputación, que es la opinión pública que se tiene de una persona, no resiste semejante unanimidad. La vida que le quede, según dice, la dedicará a protegerla y a defenderse. Si es de sí mismo, perderá.

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