Opinión

El señor de la conserva

Un amigo de mi padre, de cuyo nombre no es que no quiera sino que no puedo acordarme, decidió el mismo día en el que contrajo matrimonio, comprarse una lata de conservas con el firme propósito de seguir haciendo lo mismo en los días siguientes. Según me contó mi padre, se compraba una lata cada jornada y procuraba no consumirla sino almacenarla por lo que pudiera venir. Cuando lo visité muchos años después, en su refugio cercano a Villaricos en la provincia de Almería, estaba jubilado y viudo, y había seguido desarrollando aquella peculiar manía persecutoria hasta el punto de que su casa se había convertido en un gigantesco almacén de productos conserveros de magnitudes simplemente indescriptibles. Toda la parte baja de la extensa vivienda, excavada en el subsuelo y con varios sótanos superpuesto, estaba reservada para la custodia y ordenación del disparatado muestrario conservero,  y sospecho que constituía uno de  los depósitos de productos enlatados más numerosos y mejor dotados de Europa. Como  el desarrollo de aquel hábito se había mantenido durante tanto tiempo, su instigador también había perdido literalmente el juicio, y se había hecho fuerte en su vivienda convirtiéndola en una fortaleza de la que apenas salía y en la que esperaba resistir –según me contó sin la menor muestra de rubor- la inminente declaración de la tercera gran guerra. Tenía alimentos para resistir un colapso semejante y me invitó a permanecer con él. No me iba a faltar alimento y me encontraría a salvo porque el desencadenamiento del conflicto era cosa de días.  Acepté con el rictus flojo dos bolsas de conservas de productos algunos inverosímiles, di las buenas tardes apresuradamente, y salí corriendo en busca de mi coche. No pisé el freno hasta Huelva. 

Seguramente el mundo está lleno de estos personajes que parecen dignos de una narración de Julio Verne. Aquel caballero setentón alto  y enteco, con ojos azules de mirada limpia tras sus gafas redondas, estaba en realidad como una cabra, y había perdido el juicio sepultado por una afición que se fue retroalimentando aderezada con la soledad y el recuerdo, hasta borrarle el entendimiento. Si Cervantes lo hubiera conocido, don Quijote no leería libros de caballería sino que coleccionaría latas de conserva.

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