Opinión

Ponce y Soria

Asomado a las pantallas de televisión, en ocasiones me pregunto y en su mayoría no acierto a contestar, cuál es el motivo último de determinadas presencias en muchos de los estudios de los canales más afamados. Periodista de profesión y vocación, volcado modestamente en la difícil misión de que a los profesionales de este oficio se nos reconozcan nuestros méritos y se valore nuestro trabajo, asisto perplejo a determinadas manifestaciones que se encargan de hacerme caer del guindo y me convencen cada día de que lo mío es una batalla perdida de antemano si bien, cada vez que ocurre esto, trato de incorporarme y seguir con mi cruzada, una cruzada que me ha costado lo mío entre otras cosas, numerosas broncas familiares.
Ayer caí planeando sobre el programa que dirige y regenta Pablo Motos al que muchos consideran un auténtico animal televisivo y una figura de la televisión espectáculo, y probablemente con razón. El entretenedor valenciano –utilizo este término porque no se me ocurre otro- había conseguido una verdadera proeza  convenciendo a la pareja formada por el torero Enrique Ponce y Ana Soria de comparecer en su programa. Por lo visto es la primera vez que este dúo de famosos acepta enfrentarse a una entrevista en directo, y el anfitrión no se cortó a la hora de proclamarlo una y otra vez como si los invitados fueran Jesucristo y la Virgen Santísima pongo por caso. 
La situación fue ridícula y la presencia de ambas figuras del ámbito festivo y social no sirvió para nada. Ambos se comportaron como un par de mequetrefes contándonos su historia de amor en clave de algodón en rama, como si el resto de los seres humanos no tuviera una historia propia de amor que también pudiera ser contada. Ana Soria es una joven francamente guapa, cuyos méritos equivalen a los de otras muchas mujeres igualmente jóvenes e igualmente guapas sin otra cosa que contar que está muy enamorada del torero. Y el torero es un sujeto al que le cuesta articular palabra quizá por timidez, quizá por pasotismo, quizá por incompetencia manifiesta a la hora de expresarse. La reflexión que personalmente apliqué a una comparecencia tan absurda es la de suponer que  la gente no va a estos programas de la tele por lo que vale sino por lo que significa que vaya. Una medalla para Pablo Motos, y una primicia de dimensión mundial del tamaño de su propia y descorazonadora inutilidad.    

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