Opinión

Los nuestros son silenciosos

Pocos miramientos y escaso cariño hemos desplegado los vigueses con los nuestros, digo yo asomado a los actos que la Armada ha organizado en recuerdo y homenaje a una de sus figuras más interesantes y desconocidas para sus paisanos como es la del contralmirante Casto Méndez Núñez, cuya estatua obra del escultor tortosino Agustí Querol, se asienta al menos por el momento en la Alameda de la plaza de Compostela. La imagen del marino empuñando sus prismáticos, está donde está tras un itinerario tan largo y tortuoso como el de la fragata “Numancia”, cuyo mando ostentó desde el mismo momento en que el novedoso acorazado comenzó a prestar servicio, hasta el final de la campaña del Pacífico, cuando muy quebrantado, Méndez Núñez retornó a casa circundando el mundo y llegó a Cádiz tras dos años y medio largos de viaje que se dice pronto. Llegó hecho polvo, y duró en tierra menos de dos años, pero nadie sabe exactamente de qué se murió el heroico oficial.  En Madrid y Pontevedra se especuló con la posibilidad de que hubiera sido envenenado porque, muy a su propio pesar, gran parte de la gente de a pie le consideraba como digno de ostentar la corona como representante del ideal de persona intachable, leal, digna, modesta y heroica.  Sus hermanas sin embargo, se opusieron a que se le practicara una autopsia. “Preferimos dudar a saberlo” concluyeron ellas. Y punto.
Méndez Núñez fue un hombre difícil. Misántropo, retraído y poco comunicativo, abominaba de las comparecencias en público y prefería permanecer en el anonimato. Su recalcitrante soltería y la completa ausencia en su vida de relaciones sentimentales alentaron también sospechas veladas. Lo cierto es que nunca se distinguió por su brillantez social, ni frecuentó por propia iniciativa ámbitos galantes, teatros, espectáculos o saraos de alto copete. Se dedicó en cuerpo y alma a la milicia y su hoja de servicios es, desde las primeras anotaciones, realmente admirable.
Y mientras, la ciudad en la que nació ha permanecido ajena por completo a su honorable figura, a su condición de vigués ilustre y a su papel en la Historia.  Veinte años después de su fallecimiento, la suscripción popular le levantó una estatua. Siglo y medio después, le han homenajeado sus camaradas. En este tiempo, a Vigo –que tiene un museo naval por cierto- ni se le ha ocurrido amarlo. Ni siquiera recordarlo.

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