Opinión

Mujeres en la sombra

Cuando a Juan Ramón Jiménez le concedieron el Premio Nobel de Literatura, recuerdo que en mi colegio la designación se celebró por todo lo alto. Yo tenía por aquellas fechas ocho años, y me queda una imagen difusa de la alegría con la que el profesorado recibió la noticia, teniendo en cuenta la significación que para personajes de tanta alcurnia intelectual como Jimena Menéndez Pidal,  Ángeles Gasset o Carmen Díaz del Diestro –fundadoras del centro y referencia ineludible en el rescate y continuación de la Institución Libre de Enseñanza- tenía el personaje. Juan Ramón vivía, cuando recibió el Nobel, exiliado en Puerto Rico con su mujer, Zenobia Camprubí, que estaba diagnosticada de cáncer incurable. Naturalmente, al régimen, ni el poeta andaluz ni su esposa la escritora catalana le sugerían simpatía alguna y, muy al contrario, la distinción fue acogida con enorme frialdad y se dio orden expresa de que los periódicos trataran el tema sucintamente, sin elogios ni entusiasmo, y muy de pasada.
Luego terminé sabiendo que en aquella pareja, la realmente importante era ella, una mujer de una valía extraordinaria a la que la época, las circunstancias y el carácter insufrible de su marido obligaron a renunciar a sus espléndidas virtudes como escritora, a su conocimiento incomparable de la realidad cimentado en su carácter  viajero, cosmopolita y de una formación y cultura impresionantes. El marido solapó artificialmente a su pareja y, en aras de consolidar sus virtudes se obvió sin contemplaciones la personalidad y el genio de Zenobia quien, cabe dentro de lo posible, que fuera la auténtica autora de buena parte de las páginas más brillantes atribuidas a la pluma de su esposo. Un caso en modo alguno inusitado sino repetido, que en la escritora riojana María de la O Lejárraga adquiere su vertiente más injusta y culposa. Quien se hizo famoso como escritor fue su marido Gregorio Martínez Sierra, autor teatral de gran éxito. Sin embargo, y mucho más tarde, se confirmó que quien realmente escribió la mayor parte de la obra del dramaturgo fue su mujer, entre ellos el libreto de “El amor brujo” con música de Falla. Martínez Sierra se avino a aceptar como tope, que sus obras estaban escritas a medias, pero siguió cobrando los derechos de autor él solo el muy hipócrita. Con frecuencia me avergüenzo de ser hombre.

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