Opinión

Menos mal que nos queda Portugal

Hace años, la banda viguesa Siniestro Total puso en valor aquel grito de buena vecindad que dio título a su segundo álbum: “Menos mal que nos queda Portugal”, un aldabonazo a las conciencias de quienes, como casi todos nosotros, vivíamos despegados de un país vecino que es, o al menos debería ser, nuestro primer y más íntimo aliado y amigo. Portugal toma su nombre de un concepto sumamente amable y justificado. Se llama así, heredado del término latino Portus Cale, que no significa otra cosa que puerto de abrigo. Implica por tanto el nombre de este país costero y navegante, un sentimiento profundo de acogida, e inspira sensaciones de amparo y amistad. Para sintetizar las cosas y para que nos entiendan aquellos que no lo tienen tan próximo, Portugal es un pasillo costero de mil setecientos kilómetros de longitud desde Valença hasta Faro, habitado por once millones de personas, en el que se está muy divinamente y lo dice alguien que lo ha disfrutado en todas sus excelencias durante una época de mi vida en la que residí allí intermitentemente durante casi tres años.

Portugal no solo es un país modesto, pequeñito y sensato, sino que su sentido común y su virtuosa manera de entender esa condición le han servido para convertirse en un callado ejemplo a tenerse en cuenta, en muchos de los asuntos que hoy nos mortifican a todos. Para empezar, Portugal está políticamente ordenado en base a las disponibilidades de una república muy sensatamente puesta al día que entiende bien su condición europea y que ha volcado mucho de su esfuerzo -currado con la modestia de los que no tienen recursos ilimitados y necesitan repartirlos e invertirlos con cabeza- en formar a sus promociones más jóvenes en aspectos técnicos, intelectuales y sociales, para que se desenvuelvan bien en el exterior teniendo en cuenta además que los portugueses tienen una admirable capacidad para aprender lenguas foráneas, habilidad de la que sus supuestos hermanos del otro lado de la frontera carecemos por completo. 

Hoy además, Portugal está bien gobernado por personas y sistema que otorgan equilibrio y legitimidad a sus decisiones. Y tiene también algo de lo que nosotros desventuradamente carecemos. Espíritu de país y, por tanto,  respeto y aptitud para cumplir con su obligación y asumir con vigor y disciplina las decisiones de la mayoría. Un ejemplo, vaya.

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