Opinión

Los reyes eméritos

La figura de un rey emérito no ha producido precisamente periodos de serenidad en nuestro devenir histórico. La convivencia, por muy sólidos que sean los lazos que unen a ambos, no suele ser ejemplar, y el caso más severo de una situación de este corte lo protagonizaron Fernando VII, y su padre Carlos IV. Fernando, aún príncipe, urdió un complot para inhabilitar  a su padre en El Pardo, construyó en torno a sí un soporte político que fijó como objetivo desprestigiar a su valido Godoy, pagó de su bolsillo la turba que propició el motín de Aranjuez, y propició el dramático sainete de Bayona con el rey padre y el rey hijo peleándose por la Corona hasta que Napoleón, harto de emérito y vástago, nombró a su hermano José. Pero no fue el único episodio. Isabel de Farnesio desposeyó de la corona a su marido el rey Felipe V a favor de su hijastro Luis, por considerarlo enfermo de melancolía. Convertido en rey emérito, la poderosa consorte hubo de reintegrársela porque el joven Luis I se murió meses después de subir al trono. El propio Fernando VII dejó al morir un caos sucesorio cuya resolución cayó en las manos de su cuarta esposa, la reina María Cristina de Borbón, convertida en reina madre a la espera de la mayoría de edad de la heredera Isabel, con su hermana María Luisa disputándole la sucesión, mientras un hermano del fallecido, el infante Carlos María Isidro, terció en ese mismo deseo y desencadenó un conflicto de más de cuarenta años -las tres Guerras Carlistas- que aún colea y en el que algunos historiadores  creen advertir nada menos que la semilla de la banda terrorista ETA, una teoría que no es completamente descabellada.

El rey emérito Juan Carlos I no es ajeno a esta situación atípica  que legitima dos figuras superpuestas capaces de ensombrecerse. La convivencia con su padre el auténtico heredero de la corona de Alfonso XIII –don Juan de Borbón fue otra modalidad de emérito forzado a renunciar a una Corona que le pertenecía por derecho dinástico- no fue buena, y sus últimos movimientos relacionados con los incrementos de su fortuna tampoco han contribuido a ayudar a su hijo Felipe VI. Sin embargo, no debería olvidarse el papel jugado por Don Juan Carlos en la transición, y su contribución a la restauración de los principios democráticos. Los malos hábitos finales -que lo hay e inciden sobre todo en el uso de fondos opacos para difuminar un incremento patrimonial no declarado por tanto- obligan a adoptar responsabilidades fiscales, pero no deberían deslegitimar sus aportaciones a la recuperación institucional.  Las cosas, como son.

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