Opinión

Los lobos que violan y matan

Para inmenso dolor de todos, la desaparición de Laura Luelmo ha terminado como se presagiaba. La joven profesora murciana que viajó hasta una localidad de Huelva para cubrir una sustitución en un centro escolar, ha aparecido muerta en las inmediaciones del lugar al que había salido para hacer deporte, y el escenario en el que fue encontrada también confirmaba la terrible sospecha que pesaba en el ambiente y que fue prioritaria para los expertos guardias civiles que se desplazaron en su busca. Laura sufrió un ataque mientras corría sola por un sendero cercano a su casa, y encontró la muerte a manos de un monstruo agazapado en la sombra. Trató de defenderse, pero la fuerza y envergadura de su asaltante fueron determinantes. De nuevo un pasaje abyecto, trágico y vergonzante que nos advierte de la pervivencia de nuestras peores lacras. Ya corrido el siglo XXI, todavía las mujeres se juegan la vida si salen solas a la calle. Uno de los muchos lobos con apariencia humana que permanecen agazapados y conviven entre nosotros la mató como ha ocurrido en abundantes situaciones anteriores. Para nuestra vergüenza como colectivo, y para sonrojo e indignidad de nosotros los hombres, una mujer no puede hacer de su vida lo que le apetezca en cada momento porque corre peligro de encontrarse con una de estas alimañas que la viola, la tortura y la mata.
Una sociedad en la que, a estas alturas de la evolución, ocurren estas cosas es una sociedad enferma y desde esa primera y necesaria posición debemos juzgar todo lo demás. Reciente está el caso de Diana Quer, que señaló la salvaje tropelía de un sátiro con antecedentes al que, una vez capturado después de un largo tiempo de investigación, la avidez de determinado público y el dudoso comportamiento de una forma de hacer periodismo convirtieron en estrella mediática.
Nuestro ordenamiento jurídico contiene recursos suficientes para castigar estos actos salvajes con la serena severidad que merecen. Pero es necesario aplicarlo con el listón del rigor fijado en sus máximos. Si en nuestro mundo aparentemente civilizado una mujer se juega la vida por hacer lo que le apetece es que no estamos bien. Y eso hay que corregirlo cuanto antes.

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