Opinión

La confianza

Cuando yo empezaba en este oficio nuestro de periodista, hice lo que hacía casi todo el mundo. Me buscaba referencias para fijarme en su modo de afrontar lo que yo entendí siempre como una responsabilidad por encima de lo que a uno le pagaran que nunca fue mucho. Para la mayor parte de los jóvenes periodistas de entonces, aquellos que habíamos terminado la carrera y nos habíamos puesto a trabajar coincidiendo prácticamente con la muerte del dictador Franco, lo que primaba por encima de cualquier otra condición era la ejemplaridad moral. Pensábamos que si éramos irreprochables y contábamos las cosas tal como se producían, podíamos aspirar a la posibilidad de que se nos respetase. Si no teníamos adscripción política –lo cual en aquellos primeros tiempos de la democracia era una cuestión que parecía más fácil pero que no lo era tanto- el lector se fiaría de nosotros, y así íbamos de manzanillos, con los ojos fruncidos y pecho de supermanes, chicos y chicas con ganas de no casarnos con nadie,  por los pasillos de las redacciones ante la mirada mitad irónica mitad compasiva de los más veteranos.
Dudo que las nuevas generaciones de profesionales que salen todos los años de las facultades que imparten nuestras enseñanzas tengan las mismas referencias sobre el oficio que las que tuvimos nosotros. Supongo que eso de renegar de la adscripción política ya no se lleva y a estas alturas de la película parece cosa de broma. Los políticos lo saben, y por eso, en lugar de ser nosotros los que elegimos a nuestro interlocutor en función del grado de interés que ofrece, son ellos los que nos eligen a nosotros en función de la más que explícita afinidad, una afinidad que comienza precisamente en el medio en el que cada uno ejerce su trabajo. Este comportamiento no dice mucho sobre la dignidad de la clase política, pero tampoco a nosotros debería hacernos sentir orgullosos. Los políticos de hoy además de inferiores a los de antaño, se han instalado en la comodidad y huyen de situaciones desagradables. Prefieren dar rienda suelta a su discurso en ámbitos confortables y en la compañía de interlocutores de toda confianza. Desgraciadamente la costumbre se ha extendido, los discursos se han inmovilizado y todo es repetición de la jugada. Nos estamos cargando la profesión pero eso a mí, afortunadamente, ya no me toca arreglarlo. Pero habría que hacerlo para no triturar el futuro.
 

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