Opinión

La fuerza de un apellido

Los apellidos no son fruto estricto de las casualidades. Una gran parte de los apellidos españoles tienen que ver bien con los ancestrales lugares en los que se asentó y creció el árbol familiar, bien con el gremio o profesión que ostentaron los primeros de la saga. Es la raíz de la mayor parte de los apellidos vascos, cuya principal razón estriba en explicar al tiempo venidero donde se estableció y creció el clan. Por eso son tan largos y, escritos en euskera, de una pronunciación tan complicada.

Según el diccionario de la lengua española, el término “rufián” tiene dos acepciones y tras su lectura, uno no sabe cuál de las dos es más denigratoria. “Persona sin honor, perversa y despreciable” es la primera. “Hombre dedicado al tráfico de la prostitución” es la segunda. Si yo me llamara así no trataría de bucear por si acaso en mi árbol genealógico. Es lícito suponer que si alguien se apellida Rufián como le pasa al diputado barcelonés, es porque alguno de sus ancestros fue un sujeto que se ganó a pulso por sus actuaciones innobles,  llevarlo detrás de su propio nombre. 

No digo yo que el Rufián actual responda a todas las prendas que le guarda la definición de la RAE, pero también digo que Gabriel Rufián no es un personaje que infunda ternura. Y sobre todo, representa  el desquiciado sesgo que ha ido adoptando paulatinamente la política española, capaz de convertir a un personaje de esta catadura en representante político en las Cortes generales.

Pero si incomprensible es su presencia en sede parlamentaria y alarmante comprobar que el voto emitido por circuitos secesionistas de Cataluña han conseguido elevarlo a diputado en carrera de San Jerónimo, más alarmante aún es comprobar cómo el presidente del Gobierno no solo le ha convertido en socio de su programa político sino que ha nombrado a este ejemplar coordinador y dueño de la reforma fiscal española con Madrid como objetivo a batir. A él que, por otra parte, representa la opción que precisamente quiere desgajarse de España. Navegamos por un delirio político que sospecho tendrá francamente preocupados a nuestros socios de Europa. Hace falta saber si hay algo más que alarma. En esta ecuación falta el Zapatero más desleal e infame. El que solicitaba ayer al presidente Sánchez que no se dejara aconsejar por Felipe González. Claro que Sánchez ya se aconseja solo.

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