Opinión

La cárcel del Saladero

Desde finales del reinado del villano Fernando VII, y a lo largo de gran parte del siglo XIX, se conocía la cárcel de Madrid por el sobrenombre del Saladero porque había sido construida partiendo de un edificio destinado a la salazón de carne y proyectado a finales del siglo anterior. El Saladero era la pesadilla de los periodistas de aquel momento, porque buena parte de ellos pasaron por sus celdas, condenados por los tribunales bien fernandinos, bien de Narváez o González Bravo, personajes que acostumbraban a amordazar el sonido de la opinión metiendo a la sombra a sus autores. O bien, colgándolos de un palo en la plaza de la Cebada. 

Los periodistas siempre hemos sido seres desventurados porque esa tradición se ha mantenido durante años y en marcos políticos diferentes, fueran primeros ministros Silvela, Maura,  Romanones, Primo de Rivera, Berenguer, Azaña, Lerroux, Largo Caballero o Negrín,  teniendo en cuenta que somos sujetos molestos porque hacemos preguntas y tenemos la lamentable costumbre de hurgar con los dedos en las llagas. Yo mismo recuerdo, cuando debutaba en este oficio a finales del franquismo, aquellos editoriales de obligado cumplimiento firmados desde el ministerio, y ¡ay del que no los publicara! Eran tiempos en los que se secuestraba  entera la tirada de una publicación por subversiva, o se clausuraba el periódico sin más protocolos. Sobra decir que, tanto los propietarios como el director del medio estaban abocados a sentarse ante el Tribunal de Orden Público. Algunos iban a dar con sus huesos en la cárcel. Ya no era el Saladero pero casi.
Hemos vuelto a las andadas, y en silencio, tragándonos los ardores de estómago y con los recuerdos de un archivo histórico que pone los pelos como escarpias, asistimos a la creación de un organismo concebido y manejado desde Moncloa, que velará por la pureza informativa y procederá de oficio si estima que los periodistas y sus medios han conculcado un conjunto de reglas predeterminadas y dictadas desde allí. En esta situación, los jueces ya no sirven para nada. Para sustituirlos está el Gran Hermano de Sánchez, Iglesias, Redondo y Oliver, quien decidirá y castigará lo que, a su entera decisión, hemos pecado. Qué desgraciados somos…  Y que mansos, que dóciles y que entregados, rediós.

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