Opinión

Amadeo, siglo y medio después

La sensación de que estamos ante una España ingobernable, debe ser ahora tan profunda como la que debió sentir en su dolorosa soledad el rey Amadeo quien, ante la imposibilidad de imponer a los españoles ciertas reglas de respeto y compromiso, y dolorido por la sensación de esterilidad en la que tan trabajosamente se desempeñaba su reinado, presentó su dimisión irrevocable y, a continuación, se bajó al café Fornos, se regaló un buen almuerzo, reunió a la familia y tomó el tren para no regresar jamás, si bien no tuvo inconveniente alguno, como el resto de los viajeros, en apearse con su mujer y los niños –uno de ellos recién nacido- a tomar un taco en la cantina de la estación de Alcázar de San Juan. El pobre Amadeo cumplió un año amargo en el trono, comprendió que nada podía hacerse por mucha voluntad que se pusiera al empeño, y entregó la cuchara afirmando que aquello era un país que parecía instalado en el patio de un manicomio. Cuánta razón, Señor
Y no le faltaba de eso a este príncipe italiano discreto, bondadoso y comprometido, al que todo el mundo hizo el vacío desde la nobleza más casposa hasta los más menesterosos de sus súbditos, todos ellos dispuestos a rechazarlo hiciera lo que hiciera. Amadeo, que se prometió a sí mismo eliminar de su vocabulario la palabra España de tan infaustos recuerdos, hubiera esbozado una sarcástica sonrisa si pudiera asomarse al panorama que hoy tenemos planteado. El teatro en el que se representa esta lamentable comedia política que padecemos es tan ingobernable, intolerante, irreconciliable e irascible siglo y medio aproximado después de su renuncia, como el que existía medio minuto antes de proclamarse la I República cuando la planteó irrevocable. Y los personajes que componían la fauna parlamentaria de entonces –Ducazcal, Roque Barcia, Sagasta, Pi Margall, Castelar, Paul Angulo, Morayta, Nicolás Rivero, Figueras, José María Orense, Serrano, Ayala o Ruiz Zorrilla por citar algunos- tienen sus correspondientes, clavados y precisos, en esta época nuestra. Y aunque por fortuna las discrepancias ya no se dirimen a tiros, la intemperancia dialéctica sigue siendo la misma. Y también la desoladora sensación de que la disputa tiene más que ver con sus ambiciones personales que con su obligación de servir bien al país. Tantos años que han pasado y tan poco conseguido. Qué cruz…

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