Opinión

¡Se sienten, coño!

Pues, dilecta leyente, sentar a la mesa a un indigente es un acto de caridad; a un amigo, es un motivo de gozo, y a un adversario es causa de incordio. En todo caso, parece que se ha impuesto el “sentarse a negociar”, o sea para el reparto de “cromos”, como la forma más políticamente correcta de resolver las controversias, siguiendo el juego infantil de las sillas: El que al acabar la “música” no consiga asiento se queda sin “botín”.
Quizá por ello, sentados, pero sin mesa con “manduca” por medio, la cosa se vuelve más cruenta. Así, Rufianes y Pablistas rivalizan en el hemiciclo bajo el amparo del privilegio, que luego critican, de la inmunidad parlamentaria, en ver quién es más soez con el adversario. No se trata ya de hacer una legítima oposición y sacarle los trapos sucios al oponente, sino de intimidar, de “meter miedo” (como ya anunció “El Coletas”) al más puro estilo Corleone.
Pero si usted tiene el valor de dedicarse hoy día a la política, le aconsejo que lleve siempre consigo una mesa y un par de sillas plegables, las hay de una sola pieza,  para ante cualquier controversia poder invitar a sentarse a la mesa a su rival político. Las sillas deben ser lo más incómodas posibles, porque no se trata de negociar nada. Lo único importante es acusar al adversario de que no quiere sentarse a la mesa, tratándolo, usando la jerga carcelaria, como un “erizo”.
Esto de insistir en que hay que sentarse a la mesa para dirimir cualquier cuestión es una costumbre muy burguesa, con reminiscencias de la infancia, cuando nuestras madres nos perseguían para hacer que tomáramos el Cola Cao. Eso sí, tras lavarnos las manos, y no como éstos que se las lavan después. También nos recuerdan las pantagruélicas francachelas; por lo que la invitación tiene un engañoso aspecto amable. 
Desde luego que hay diferentes tipos de mesas “negociadoras” para la subasta del “pillaje”. Las hay con mantel, que son muy peligrosas, pues no solo no impiden que se deslice algún nada inocente fajo de billetes por debajo del tapete, sino que pueden terminar en un empacho de plomo a manos del Lucki Luciano de turno, mientras degustas unos suculentos tortellini a ritmo de Traviata; o de polonio 210, a manos de algún “hijo de Putin”, mientras engulles un Golubty a ritmo de polka; y las hay desnudas, cuyo erotismo no es sinónimo de corruptela, a expensas de alguna inoportuna grabación.
Claro que basta con que se tenga verdadero interés, para que cueste más convencer a los renuentes convidados a sentarse a la mesa a “negociar”, bien porque temen que no haya nada que acordar o porque exigen que “El que gana se lo lleva todo”. Y puede ocurrir como en el caso de aquel político canario, que venía a mesa puesta, dispuesto a pegarse el gran banquete a costa de los ”peperos” que ya le tenían dispuesto el babero y el bicarbonato. Y es que había que cuidarlo, por lo menos hasta la enconada votación de los Presupuestos.
Sí, dilecta, parece que la política se ha convertido en un mercadillo. Y es que sobran “subasteros” y faltan estadistas.

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