Opinión

Parte de guerra

El mes de agosto aquí, en Playa América, transcurre con plácida y espléndida monotonía, excepto los viernes y sábados, que hay “vuelos de reconocimiento”, si bien, hasta la fecha, no ha habido que lamentar bajas.
Nuestros chaveas, salen con sus amigas/os a esa hora en que, siempre se dijo, salen la Santa Compaña, las brujas, los fantasmas y el conde Drácula (bastante ridiculizado últimamente). Después de cenar, al filo de la medianoche, como diría el trasnochador Carrascal, y sin hora conocida de regreso.
Como tantos padres y abuelos, me quedo con ese sabor agridulce de que se diviertan, pero con la intranquilidad de quien conoce los peligros de la noche. Me quedo viendo la televisión hasta que comprendo que los vecinos no tienen la culpa de mi problema.
Me voy a la cama. Tengo un amasijo de nervios en el estómago y por mi cabeza pasan como en un fotograma los últimos sucesos más escabrosos.
Ladra un perro. Me levanto. Miro por la ventana: nada.
Me vuelvo a la cama. Frena un coche. Miro por la ventana: nada.
La calle está iluminada. A lo lejos se oyen risas y música. Todo parece normal.
Regreso a la cama. Miro el despertador: son las tres. Permanezco largo rato con la mirada fija en el techo y, de repente, me acuerdo de una película de guerra. No recuerdo a los actores, sólo retengo una escena: el momento de regreso de los aviones que habían salido de reconocimiento, para fotografiar las instalaciones enemigas. Los compañeros y familiares de los pilotos están en la base, con la mirada fija en el cielo. De pronto, entre las nubes, aparecen los aviones, que van aterrizando. Todos cuentan: uno, dos, tres…
Si han regresado todos, un grito de júbilo exhala de sus gargantas. Cuando no es así: consternación.
¿Quién falta? Quizá el joven novato que hacía su primer vuelo solo. Tal vez se arriesgó demasiado. Volaría más bajo de lo normal…Querría hacer méritos…
De improviso, oigo girar la cerradura. Seguidamente, un golpe en la puerta y unos pasos: ha regresado uno de mis “aviones”. Suspiro de alivio. Pero, falta el segundo. Tal vez el del piloto más inexperto. El despertador marca las cuatro.
Me levanto. Las luces de una habitación y del baño están encendidas, y una voz susurra: “¿Que haces levantado, abuelo?”. Intento disimular: “No…me levanté para ir al baño”. “Ya, hice mucho ruido”. “No…que va. ¿Qué tal por ahí fuera?”. “Bien”. Fin de la conversación.
Me asomo a la ventana. No se ve ni se oye ningún avión. Digo…me parece que todo está normal.
Vuelvo a la cama. Sigo esperando el segundo avión. De pronto pienso en esas mujeres que salen a esperar la llegada de los barcos en los días de tormenta y se me clava en la mente el cuadro de Sorolla “¡Y aún dicen que el pescado es caro!”. Cuántos marineros se ha llevado la mar y cuánta entereza y dignidad hay en esas familias…
Pero…Parece…Sí. El segundo avión entra en la pista. Buen aterrizaje. El piloto parece hambriento, pues se ha quedado en la cocina.
Me relajo. Me deslizo entre las sábanas como una anguila. Se han ido los nervios. Me siento como un delfín en una piscina. Al fin voy a poder dormir a pierna suelta. Pero, estoy desvelado: no encuentro la postura idónea.
Y cómo voy a explicar a mis familiares y amigos estas ojeras. Sólo me imagino a mi padre levantando por un momento la mirada, sonriéndome con complicidad y volviendo a su crucigrama. ¡Es ley de vida!

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