Opinión

No sin mi abogado

Pues sí, dilecta leyente, fue en la anterior Semana Santa, al ver el proceso al carismático Jesús de Nazaret, lo que me recordó tres casos en los quedó patente la importancia del abogado.

Uno, fue el juicio por intento de violación, en el que por no llevar abogado, la perjudicada terminó condenada. Resulta que ésta había denunciado en la Comisaría, y luego se había ratificado ante el Juzgado, a un individuo casado, con el que había coincidido en una fiesta entre amigos, en el piso de uno de ellos, donde había corrido el güisqui con red bull (que debe ser un potente afrodisíaco), porque, según ella, había intentado quitarle la ropa, mientras él también se desnudaba. 

Sin embargo, llegado el juicio, llevada por un sentimiento humanitario o por algún acuerdo extrajudicial menos altruista, declaró que todo era un invento de ella, para vengarse de que aquél no le había vuelto a hacer caso. Estoy convencido, ya que participé en la causa, de que, si no intento de violación, al menos hubo agresión o abuso sexual  Después ella, por algún motivo, altruista o lucrativo, repito, quiso echarse atrás, y en vez de edulcorar su declaración o simplemente negándose a declarar, se autoconfesó, ingenuamente, autora de un delito de acusación falsa, cosa que no hubiera ocurrido si hubiese contado con el asesoramiento del “bogui”. Y es que hay quien desconoce que el perjudicado también tiene derecho a la asistencia letrada, igual que el detenido.

El otro, fue un juicio de faltas por injurias a una presentadora de televisión, en el que el denunciado, confundiendo la injuria con la calumnia, metió la pata hasta el corvejón.

En este caso, se trataba de un individuo prepotente, osado y vanidoso que quiso convertir el juicio en un show, con presencia de su clac incluida, ante la infinita paciencia del magistrado, que intentó ayudarle para equiparar las fuerzas contrapuestas, pues la presentadora, la perjudicada, sí llevaba letrado.

El muy zoquete, en vez de negar los hechos o buscar alguna justificación a sus injuriosas acusaciones, se empeñó en “mantenella y no enmendalla”, ignorando que en la injuria no se admite prueba sobre la veracidad de la acusación. Y claro se comió el marrón con toda la guarnición.

Esta  vez, hallábame, a la sazón, arrebujado en el mullido sillón, cuando apareció por el despacho una conocida rubia platino implicada en un turbio asunto. Por supuesto, me despejo inmediatamente y me reintegro al trabajo. 

Atraído por el perfume de la rubia, inmediatamente hizo acto de presencia mi socio, quien se acopló muy interesado por la materia, aunque dudo que fuese el pleito lo que realmente le importara. Al irse aquélla, me preguntó intrigado: “¿Qué, una buena cliente?”  No. Le contesté con sorna, “el buen cliente soy yo”.

Y es que, como dijo Albert Einstein, “Todos somos muy ignorantes, lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas”.

Te puede interesar