Opinión

Hay que protegerse

Pasado el confinamiento domiciliario impuesto por el Gobierno a causa del coronavirus, dicen los expertos que para evitar su propagación, me pongo la mascarilla que he conseguido en un bazar chino y espero la vacuna que nos libre de este infame bacilo, guardando la distancia de 2 metros de mi impaciente cliente que viene protegido de tal guisa que parece un guerrero samurái y me explica que quiere que le defienda en un caso de injurias del que viene denunciado por una presentadora de televisión a la que envió unos WhatsApp “poniéndola a caldo”. Insiste en que los vituperios son ciertos y que los puede demostrar. Intento explicarle que las injurias no admiten demostración; pero no entiende la diferencia con la calumnia y persiste en su idea. Al final fue confinado, pero por el virus  de la ignorancia.

Poco después entró por el despacho un tipo cejijunto, eso sí vestido al estilo clásico, aunque no se podía decir que la ropa le sentara como un guante. Me saludó cordialmente, felicitándome por mi reputación como abogado laboralista y que había sido ello lo que le había inclinado a solicitar mi asesoramiento. Me contó que su empresa iba mal y que quería promover el crecimiento productivo, pero que se encontraba con un personal desmotivado y poco adicto al empleo.

Comencé aconsejándole que estimulare a los empleados (ellos y ellas), fomentando el buen ambiente en el lugar de trabajo y con gratificaciones acordes con la productividad. Se levantó como si tuviera un resorte en el culo y me mandó  con los pingüinos reales a la Antártida. Y a punto estuve de hacerle caso.

Aquella era una plácida tarde de primavera con el sol a lo mediopensionista, y este letrado se encontraba relajadamente dedicado al noble arte de la pesca al estilo curricán, en la popa del barco, cuando desafortunadamente avisté un vertido de plástico en el agua abrazando las rocas próximas al islote, que me amargaron el día. ¡Qué poco respeto por el medio ambiente!, pensé, al que deberíamos con ahínco conservar, aunque solo fuera por espíritu de supervivencia. Y es que somos estúpidos con nosotros mismos, porque ese plástico lo engullen los peces que luego en el plato comemos, con lo que vuelve a nosotros como una especie de boomerang. Orillé la embarcación y con el gancho de subir el rodaballo enganché la basura para luego desembarcarla en el lugar “ad hoc”. Fue una mala tarde de pesca y me fui desencantado para el bufete, cuando una joven entró por el despacho con total desparpajo sugiriéndome la idea  de que para proteger el ecosistema hay que comenzar por cuidar la fauna del bosque. 

De sobra sabía, como abogado, la impunidad de la que gozan los delincuentes del medio ambiente,  pues, a pesar de su protección legal, en estas transgresiones rige el principio de oportunidad, ante la confluencia de un conjunto de intereses contradictorios, que obliga a decidir cuál es el interés prevalente, si la sanción o la propia viabilidad de la empresa, lo que suele aconsejar sustituir la pena por la posibilidad de llevar a cabo un plan de reconversión ambiental de la industria.

Por su parte, la tala indiscriminada de árboles, los incendios, la caza furtiva y todo aquello que modifique el hábitat de los animales del bosque, contribuye a alterar el equilibrio del ecosistema, poniendo en peligro nuestra supervivencia. Por ello, le dije, me especialicé en Derecho medioambiental, así que formulé la demanda contra los viles exterminadores del Planeta, como ella pretendía, lo que aplaudió con inconmensurable alborozo mi secretaria, la señorita Topisto, que es una convencida naturalista. El resto de los compañeros me miraron  con ojos de lechuza y poniendo boca de pez globo.

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