Opinión

Bombas buenas, bombas malas

La mayoría de la gente con la que me relaciono no tiene conocimientos de las características y funcionamiento de las bombas. Por lo que a mí respecta, confieso que mi única sapiencia es que se trata de unos artefactos de guerra que explotan y hacen pupa a las personas que se encuentran cerca.
Sin embargo, el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, parece que alberga amplios conocimientos sobre este material de guerra, y ha informado a la generalidad de ignorantes que las bombas que les vendemos a Arabia Saudí son una bombas estupendas y precisas, de una conducta nada sospechosa, y que, al ser guiadas por láser, van hacia los objetivos militares. ¿Y si el que las lanza alberga menos bondad que las bombas y pretende que caigan en medio de una multitud de civiles? Bueno, pero esa es una cuestión sobre la que ni el ministro, ni el Gobierno, tienen ninguna responsabilidad. Y es que, claro, si nos ponemos en plan pacifistas "cum laude", o sea, si nos ponemos en plan Margarita Robles, tendríamos que hundir la industria cuchillera de Albacete, porque el cuchillo sirve para cortar rebanadas de pan, pero también se ha demostrado, en numerosas ocasiones, que suele ser de una gran eficacia para rebanarle el cuello a un ser humano.
Admiro los conocimientos económicos de Josep Borrell, y sentí que sus conmilitones le asediaran en tiempos con una encerrona miserable, porque hubiera sido un buen secretario general del PSOE, pero mi admiración no va a aumentar con esta distinción entre bombas honestas, de una irreprochable conducta, y bombas que ya fueron al reformatorio, cuando apenas eran unas granadas adolescentes.
Todos queremos la paz, y es un deseo transversal, que no es patrimonio ni de la izquierda, ni de la derecha. Lo que sucede es que la derecha admite sin complejos el principio romano "si vis pacen para bellum", mientras la socialdemocracia siempre se siente en la necesidad de ponerle un tutú a la ametralladora para que parezca que la ametralladora se va a bailar la música de Tchaikovsky. Y eso es hacer el ridículo.

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