Opinión

Todos contra todos

El infierno son los demás”, decía Sartre. Nuestra infelicidad es su vicio, y viceversa. Queremos inculcarles nuestros valores al prójimo, y, para ello, si hace falta, no dejaremos piedra sobre piedra en sus ideas. Cada conciencia busca imponerse sobre la otra a toda costa. Y afrenta.


 Celebra esta semana en Madrid la comunidad LGTB el “Día del Orgullo Gay” para reivindicar su identidad sexoafectiva e instar a la tolerancia, y todo se vuelve don Carnal, espectáculo sicalíptico, descoco y meneo de traseros. Provocación al meapilas. Ah, pero hete aquí que llega el comedimiento hecho alzacuellos, y un predicador de “Dios es amor” en L’Hospitalet se descuelga desde el púlpito vociferando castigos de fuego, Sodomas y Gomorras por el pecado nefando. (Dos días después el cardenal George Pell, número tres de la Iglesia católica -el enésimo en estar involucrado en delitos de pederastia- es acusado en Australia por múltiples abusos sexuales.)


 Celebraron nuestros politicastros los 40 años de la Democracia en el Congreso, y lejos de hablar de concordia, de unión, de entendimiento salieron a relucir las dos Españas, los reyes repetidos, las cunetas, los culpables, la dictadura, las luces y las sombras. Cuarenta años –ochenta desde la guerra incivil- no son suficientes para restañar nuestros rencores. Y eso que ya pueden repantigar en los escaños sus culos sin canguelo los de la nueva casta. (Me gustaría ver a estos fantoches en la época de generalísimo.) 


Todos contra todos. Fanatismo excluyente. Ira obsesiva. Y luego nos llamamos civilizados. Y luego nos extrañamos de que los de Al Qaeda hayan hecho otro Pearl Harbour en Nueva York, otro 2 de Mayo en Atocha y tengan amenazados a todos los países de la OTAN. Nos escandalizó lo de la sala de los horrores de la discoteca Bataclán, el camión que sembró el terror en Niza o en Berlín o los ataques al metro y al aeropuerto de Bruselas o el del concierto de Manchester o el de los puentes de Londres y Westminster. ¿Dos mil, tres mil muertos quizás? Nadería, en esta ley de Talión que practicamos a pesar de tanto denostarla. 


 Cuando haya el Isis destruido tantos puentes sobre el río Támesis como en Bagdad sobre el Tigris el trío de las Azores; cuando haya arrasado París como hizo con Trípoli el mundo civilizado; cuando hayan los yihadistas tomado Bruselas al asalto como a Mosul las fuerzas de ocupación occidentales (ya llevan quince años); cuando hayan provocado dos millones de refugiados, causado un millón de muertos, destruido nuestras centrales eléctricas como hicimos con sus pozos de petróleo, y nuestros hospitales, y nuestras escuelas, y nuestras ciudades, y nuestros museos, etcétera… empezaremos a estar a pre.


 El hombre no tiene remedio. Si Dios existe, es un inventor cruel: nos creó a imagen y semejanza de un odio y un amor perverso que nos mantiene enfrentados; Caín y Abel dejaron una impronta de hermandad basada en el premio y el castigo; la Biblia se encargó de recordárnoslo; y, me temo, que el pueblo elegido de Dios, terminó por pasarnos no solo su ley, sino también su guerra eterna. Los otros, los de Alá, simplemente los copiaron. Nosotros tenemos de ambos.

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