Opinión

Tocador de señoras

En el centro tenía un apartamento recoleto; en el ámbito flotaba la lujuria; el adulterio era allí el pan nuestro de cada tarde. Era amigo mío. Y la amistad, como la infidelidad entre casados, por fuerza ha de ser recíproca.

La virilidad olímpica de mi amigo, llamémosle Hermes, y la molicie de su amante, llamémosle Afrodita, les convertían en hermafroditas pasionales: “Tanto fornica, fornica tanto”, podría haber sido su divisa. Cada tarde se encontraban a escondidas, se bebían insaciables, entreabiertas como heridas incurables en sus bocas les quedaba un regusto a puñalada. Hermes tenía novia formal. Una esclava, porque esclavo es el que ama, que venía a compartir sueños y proyectos los fines de semana. Afrodita estaba ya casada en segundas náuseas.

Mi amigo era un Tenorio. Se jactaba de conocer a la perfección el busilis de la urdimbre femenina: “Los machos perpetran el ataque; la hembra permanece a la espera”, sostenía. “¿De quién?”, quise saber. “¡Del que llegue antes!” También decía que entre un hombre y una mujer media una guerra, pero que el cerebro de las féminas está siempre maquinando para iniciar la escaramuza. 

“Nunca las habitúes –me aconsejaba- a no salir con los amigos el día que tenías asignado, a llegar a casa a una hora concreta, a visitar a sus padres los domingos; son animales de costumbres, lo considerarán derechos adquiridos”.

Si la mujer fuese tan buena, decía a quien quisiera oírlo, Dios tendría una; y también decía que, hace unos años, las mujeres se casaban para abandonar el hogar paterno pero que ahora, como yeguas troyanas, lo hacían para invadir el del marido. Estaba cansado de la típica coquetería femenina de negar y aceptar al mismo tiempo; lo suyo era conjugar el verbo eterno en todos los decúbitos posibles; la mujer más bella es siempre la siguiente y, además de todo lo anterior, también decía que el adulterio era el mejor “mènage à trois” que conocía.

Un día me lo encontré en una perfumería. “Mi novia me dejó”, me dijo. “Quien ama tiene todos los derechos contra ti, incluso el de pirarse –le amonesté-; ¿acaso piensas reconquistarla por la pituitaria?”. “No, las mujeres cuando se van queman los puentes; estoy comprando su colonia, el pintalabios, las cremas y el maquillaje que estaban en el gabinete del cuarto de baño”. “No me digas que te has vuelto fetichista” “Lo soy, pero en este caso es para que no se entere de su marcha la casada y sea ella ahora la que me amargue la existencia”. 

¡Ay!, reflexioné, el amor es como una guerra: fácil de iniciar, difícil de parar e imposible de olvidar. Los matrimonios tal parecen “comunidades de males” compuestas por un amo, una dueña y dos esclavos. El quid de la cuestión radica en dejar volar en libertad lo que se ama, no en poseerlo.  

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