Opinión

¡Quién fuera Apolo!

Apolo se pasó siete cielos. Menuda pieza. Hijo de Zeus, hermano mellizo de Artemisa, temido por los otros dioses del Olimpo; era de los de aquí te pillo aquí te clavo. Se disfrazó de suegra para tirarse a Leucótoe; se transformó en lobo –pensó que así le daría más placer- para desvirgar a Cirene; tuvo amores con Corónide, Casandra y otras; y como Dafne, para esquivarlo, se metamorfoseó en una planta de laurel, hizo con ella una corona. Eterno imberbe y dios de la palestra -el lugar en donde los jóvenes griegos se reunían desnudos para practicar atletismo- también fue el más prominente de los dioses homosexuales. Puso a media Grecia a veinte uñas. Se enamoró de Jacinto hasta las trancas, nunca mejor dicho. Cierto día que mariconeaban los dos lanzándose mutuamente un disco de metal, Apolo, queriendo impresionarlo, se lo arrojó con todas las fuerzas. Pero le golpeó en la cabeza, y mandó al hermoso Jacinto al otro barrio. Qué historietas tan cachondas. Y qué humanas. 
 Yo, un sí, y un sí también ‘hetero’ -al fin y al cabo me crie en la intransigencia venérea-debo confesar que me suscitaron siempre cierta envidia los hombres que van a vela y a vapor, que comen dolce & salato, que tienen pelo y pluma, o caminan por ambos lados de la acera. En Hollywood -ese bosque de nabos más que de acebos- ese olimpo terrenal para productores, directores, guionistas, etc., al parecer, la mayoría son bisexuales. Valle Inclán, a pesar de ser un picha brava, también ronroneaba con esa idea; y son muchos los escritores, actores y artistas españoles que practican algo más que el sexo intercrural, es decir, entre las nalgas. Los griegos y los romanos comían carne y pescado con igual fruición. Los otomanos lo tenían claro: sus mujeres, sus halcones, sus caballos y sus perros, pero por encima de todo sus mancebos. Y en el seno de la Iglesia, en cuyos cenobios se guardó durante siglos la sabiduría impresa –a íncubos y súcubos, eso sí, se les conjuraba-, se practicó el fornicio a lo misionero y también la postura a cuatro patas.
 Veréis. Que haya plataformas reivindicativas para proteger los derechos de lesbianas, gais y transformistas me parece bien. Incluso que los recibiera Felipe VI con inaplazable urgencia tras ocuparse del reino. ¿Pero a los bisexuales? ¿Esos omnívoros culívoros que no respetan género ni grupa? No hay derecho. Esos salen de la disco sin pillar y ya se arreglan entre ellos; esos no hace falta que se macen hasta altas horas de la madrugada para llevarse los saldos y las feas. Es más, si le gustaran también los animales ya sería el sumum. ‘¿Que por qué tengo estos arañazos en la cara? ¡El gato es mío y me lo follo cuando quiera!, ¿pasa algo?’. ¿De qué se quejan pues esos tunantes? Egoístas. Qué envidia me dais, diantres. ¡Ay, quién fuera Apolo!

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