Opinión

Ni Dios, ni Patria, ni PIN parental

Mil horizontes en su frente, mil soles en su mirada, mil intemperies en su escora articular. Al verlo me vinieron a la mente esos viejos aeroplanos, otrora majestuosos, que han desafiado y vencido cielos de cien mil ciudades y que, derrengados contra el suelo, se pudren en cualquier aeropuerto menor sin que nadie sepa muy bien qué hacer con ellos.

Se sentó a mi lado en la parada. Solo. Serio. Silencioso. Me pregunté qué edad tendría. Nacido en entreguerras, aventuré; criado en el racionamiento, en la austeridad, en la obediencia debida. ¿Patriarcal? 

 “Hola”, tanteé. “Hola”, musitó. “Parece que vai frío”, añadí. “É peor a choiva”, sonrió. Y luego, cervantino o rosaliano, fue fluyendo el circunloquio. Él habló más: La hambruna, la postguerra, la dictadura… La mar: quince años en la pesca de bajura, otros diez en los caladeros de Gran Sol. Total, media vida navegando: dos naufragios, una indemnización por accidente laboral, y tres hijas como tres tesoros. “Estudeinas a todas”, me dijo. “Procuréi que foran mulleres de proveito”, se ufanó. Una es médico, la otra es juez y la más pequeña todavía está estudiando. “As tres casadas”, matizó. “¿Ninguna se ha divorciado?”, inquirí. Él negó con la cabeza. “Os fillos fan o que un fai, non o que un predica”, sentenció. 

No digo lo que me dijo de las hijas -y los padres- de hoy en día porque, como las rosas, las verdades pueden hacer daño. De los políticos no dijo nada: amasó un gargajo y, con un rictus de vómito, escupió. Nos separaban los años, no la forma de entender la vida. Este siglo ha empezado con demencia senil, pensé. Nos olvidamos de recordar. Solo tenemos nostalgia de futuro, anhelo por las nuevas engañifas… De pronto lo noté preocupado: no dejaba de implorar al reloj, de otear calle arriba, de removerse en el asiento. Hora punta. El tráfico a rebosar de prisas atascadas.

“¡Abuelo!, ¡Abuelo!”, chilló una voz infantil amordazando el rezongar de la avenida. El autobús escolar se había detenido justo detrás del urbano. “¡Abuelo!, ¡Abuelo!”. El viejo se apresuró hacia la escalerilla: ¡Qué algarabía!, ¡qué exaltación!, ¡qué abrazo!, ¡qué manera de celebrar un encuentro entre dos generaciones!

Se fueron china, chana, calle abajo entre sonrisas; cogidos de la mano, diciéndose caricias. La niña iba feliz. Hija de la hija más pequeña; hija del amor, no hija de soltera. “¡Nada de abortar! ¡A casarse!”, me confesó que amonestara a los amantes. Él les ayudaría mientras no terminaran la carrera.
Quemad viejos leños, bebed viejos vinos, tened viejos amigos, decía Alfonso X el Sabio. Y viejos preceptores, añadiría yo. Ni dios, ni patria, ni PIN parental: sensatez. Temblorosas, arrugadas, deformadas por la artrosis, la educación de aquella niña estaba en buenas manos. 

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