Opinión

Mejor hablemos del tiempo

Tengo una amiga con la que de pascuas a ramos quedo para hablar de lo sagrado: los hijos, la salud, los amigos comunes; y lo mundano: el gobierno, los viajes, el coste de la vida. Cuando la conversación decae ella siempre la aviva con el mismo comburente: “Hablemos de follar”.

Mi amiga no tiene pelos en la lengua, frisa la edad del encanto y, a fuer de feminista furibunda, ha mutado en sexista redomada. “A las mujeres nos matan por ser mujeres”, postula.  “Siendo así, en un país tan cinegético como España, no quedaríais ni una”, refuto. 
Casanova decía que era más fácil conquistar a las mujeres de dos en dos que de una en una. Pero Casanova además de saber comer el tarro a las señoras, seguro que sabía interpretar el lenguaje corporal. Hoy con lo del “me too”, el “no es no” y los “satisfayer” apuesto a que no se comería una rosca.

Mi amiga es pelirroja. No va de peluquería como casi todas las mujeres que van próximas a la cincuentena, lleva el pelo “suelto práctico” y cuando se le alborota lo acomoda con una laca “coletero cutre”. Ahora bien, tiene un poder de seducción tan estridente que si un escrache se considera delito por incitación al odio, las tetas de mi amiga tendrían que estar prohibidas por incitar a la idolatría. Es resultona. Hay feministas a las que no les guiñaría un ojo ni un francotirador. 

El caso es que cada vez que mi amiga me dice “hablemos de follar” yo me debato entre la indeterminación y el desconcierto. Me encantan las pelirrojas. Eso sí, me mantengo en los lindes de la prudencia por si, dando un pollazo al frente, entrando a rebufo de su hechizo, ella me sienta de una hostia. 

El otro día, envalentonado por unos versos suyos (“en invierno y en otoño me visto y me desvisto ante quien me sale del coño”) tanteé: “Todas las mujeres son folladoras mientras no se demuestre lo contrario; menos las pelirrojas, que aunque se demuestre lo contrario, siguen siendo folladoras”. Ella me respondió tirando a dar: “Todos los hombres son repelentes mientras no se demuestre lo contrario; menos los viejos, que aunque se demuestre lo contrario, siguen siendo babosos”.

Yo, erótico galante como siempre, enseguida me puse de su parte: “¿Sabes qué siente una mujer joven por un hombre mayor?”. “Lástima”, me respondió. “Asco”, le amplié el umbral del menosprecio. “¿Y sabes por qué –seguí una pizca cabroncete- algunas señoras jóvenes, aun así, seducen a los viejos verdes?”. Como tardaba en responder la puse en hora: “Por dos razones: por dinero, o por error: porque creyeron que lo tenían”.

Mi amiga, feminista recalcitrante, perdió el color zanahoria. “Mejor hablemos del tiempo”, sugirió.   

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