Opinión

Locura contagiosa

Estaba interno en el manicomio de Toén. El tío Pepe. El más cuerdo de la familia con diferencia. El único que pudiendo ser normal, había elegido ser sublime. Solía ir los domingos, con mi madre, a visitarlo. Primero me preguntaba los reyes visigodos. Luego me recitaba textos de Quevedo; se los sabía de memoria: “Vive para ti solo, si pudieres; / pues solo para ti si mueres, mueres”.

Los locos y los borrachos siempre dicen la verdad, y mi tío Pepe era ambas cosas. Bebía como un loco y vivía la vida a lo loco. Estaba soltero. Se pulía el sueldo de capitán del Ejército y la indemnización que le mandaban de Alemania en la calle de la tolerancia. Aquello resultaba intolerable para la familia.

Había combatido a los rusos en la División Azul. Había sido objetor de cobardes. Había regresado sin una pierna, arrancada de cuajo por un proyectil bolchevique. El heroísmo, con frecuencia, no es más que una máscara de la locura. Ya en Ourense había comenzado a llegar a casa de madrugada, sin honra, sin equilibrio y sin un céntimo. “Dentro de mí hay un hombre agonizante –presagiaba- al que en vez de una bala rusa rematará la cirrosis”.

Lo internaron en Toén por suicida, no por loco. Estaba allí porque una mala mañana, después de una buena noche de juerga con dos mujeres de pago, había roto una botella de coñac y se había sajado las venas. Estaba allí por amor. Dejó escrita una novela: “Idilio trágico”, en la que narra su perversión por una joven rusa que había conocido en el frente. Pero la literatura no existe sin la perversión de los demás por la lectura. Su obra pasó con más pena que la escasa gloria que alcanzó sirviendo a la Patria.

“Ubi amor, ibi oculos”; y los ojos del capitán José Álvarez siempre estuvieron en tierra enemiga, en donde quedara su pierna y aún sangraba la herida del despecho. Pobre tío Pepe. Le perdió la soledad, no la bebida. El suicido pude que sea un acto de generosidad:

Dios mismo se suicidó para salvarnos. 

Un día, al despedirnos, me metió en el bolsillo cien duros; los había ahorrado de lo que le dejaba “la familia” (dios, como atufa a mafia esa palabra) para comprar tabaco en la cantina del manicomio. Le di un beso. Le cayó una lágrima; como si fuera sudor, él la enjugó con disimulo. “Gástalos en libros –me dijo-, ojalá nunca salgas indemne de sus páginas”.  
Ese día, al salir del manicomio de Toén, inmerso en los sonidos y colores de aquella tarde estival, me perdí entre la arboleda lamentando que la locura no fuera contagiosa. 

Aunque no sé yo si no será hereditaria…   

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