Opinión

El alma en los ojos

Se llamaba Manuel. Hablaba con una sonrisa instable, bailoteante, de dientes movedizos; era lo único postizo en aquel octogenario conversador, mágico y filósofo. Prócer en estatura, curvo en el andar, magro en carnes se acicalaba para las estrellas. “Allí está mi señora”, me decía señalando al cielo con la cayada. Se perfumaba: “Mire usted, los viejos olemos a naftalina”. Me trataba de usted. A pesar de la edad tenía una mente luminosa. Entre rociadas de saliva y seseos gingivales me hablaba de lo divino y lo elegíaco: “La muerte es una obviedad, la buena muerte es un eufemismo”.

Me hablaba de su temprana orfandad (su padre había sido ejecutado por los del otro bando), de la cartilla de racionamiento, del río donde se bañaba, de su primer y último amor que le había precedido en la cita inaplazable con la parca; se iba por esos vericuetos de dios y esas melancolías del alma cada vez que coincidíamos en el mismo banco de aquella alameda ya sin álamos.

No paraba de rajar. Era lógico. En el moridero-residencia en donde sus hijos lo habían confinado mucho antes del Covid-19 (“Allí estarás mejor, papá, tendrás con quien charlar”) muchos tenían alzhéimer, “cojera en el cerebro” decía él; allí vivía encerrado en el silencio, entre escaras, orines y muecas desdentadas. 

Manuel superó dos guerras, resistió largas hambrunas, se doblegó como junco al paso del huracán mientras azotó la dictadura; y ahora en el siglo de la inteligencia (y del respeto) artificial lo limitaban a ser un refugiado en su propio hogar en donde, atribulado por el presagio de un final en soledad, se sentía inseguro, o lo conminaban a recluirse en una residencia en donde le chupaban la pensión, las dos pagas extras “y aún tengo que apoquinar todos los meses cien euros a mayores de mis ahorros”.

Manuel llevaba el alma en la mirada. Pero veía la vida con los ojos de un ciego para no escandalizarse ante el cruel espectáculo de aquellos ancianos decrépitos, olvidados de sí mismos, echados a los leones de la oferta y la demanda en lúgubres anfiteatros camuflados de moradas. La última vez que le vi sus ojos ya no sabían columbrar sino soles perdidos, horizontes subterráneos, abisales finisterres. La vida hace esquina con la muerte, y Manuel ya la tocaba con las manos.  

No me incomoda el mucho ruido cuanto las pocas nueces con que se ha pretendido atajar esta pandemia. España está en el matadero. Las residencias son tanatorios. Pero la muerte es el acto más íntimo del ser humano y es posible que muchos siquiera ansíen compartirlo. Ayer me acordé de Manuel. Ignoro qué habrá sido de él. Puede que la muerte le haya sido propicia: Antes ya ni dios le hacía puto caso.       

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