Opinión

España está en deuda con sus masones

La masonería ha sufrido en España mayor persecución que en los países avanzados de nuestro entorno, e incluso hoy sigue mal vista por una parte de la sociedad, que repite todo tipo de clichés infundados. El férreo control de la estructura social y de los valores predominantes por parte de la Iglesia Católica ha sido un factor del rechazo a la masonería, pese a que también hay toda una rica tradición de sacerdotes y obispos católicos que fueron simultáneamente masones. Cuando el sacerdote catalán Sardà i Salvany escribe en 1884 su ensayo “El liberalismo es pecado” identifica en los valores liberales los peligros que los sectores más tradicionalistas del catolicismo asocian con la masonería. No en vano, liberalismo y masonería son realidades que avanzan en paralelo, en todo Occidente, desde la consolidación del pensamiento ilustrado. Obviamente no todo liberal es masón ni todo masón es liberal, pero el área de intersección entre esos dos mundos es particularmente amplia y sus resultados son especialmente fecundos. En fechas tan tardías como las de la Transición española de los setenta aún se oyen en España eslóganes como “Suárez al paredón por rojo y por masón”. Nada tenía de “rojo”, obviamente, el primer presidente democrático tras el franquismo -y último secretario nacional del Movimiento-, y tampoco se le conoce iniciación en logia alguna. Ese lema de los nostálgicos del régimen anterior da una idea precisa de cómo en España se ha tachado con frecuencia de masón todo aquello que representara la apertura y la modernización de nuestro país, o simplemente la consolidación de las instituciones del liberalismo político. Nunca nos han faltado autores conservadores y nacionalistas que emplearan la masonería como espantapájaros, y cabe destacar al incalificable Ricardo de la Cierva como uno de los más prolíficos. Este historiador se permite definir la masonería como “una secta satánica cuya finalidad es la destrucción de la Iglesia Católica”, nada menos. Por fortuna, sólo una pequeña parte de la sociedad e incluso del conservadurismo español o latinoamericano mantiene hoy viva esa obsesión ancestral contra los masones. Pero aún resuena en nuestra sociedad el último discurso un Franco ya casi moribundo, desde el balcón del Palacio Real madrileño: “En Europa se ha armado una conspiración masónica izquierdista de la clase política” contra España.
A los masones se les acusa de introductores de la Reforma, después se les percibe como afrancesados y luego, durante todo el siglo XIX, como impulsores de la monarquía constitucional frente a la absoluta, como partidarios de la emancipación de las colonias o como favorecedores de nuestra primera república, ese rallo de luz que duró un suspiro. Cabe decir que el problema de España no fue, ni mucho menos, el exceso de influencia de los librepensadores a lo largo de nuestro convulso siglo XIX, sino precisamente la resistencia feroz y suicida de nuestras élites frente al cambio que habría sido necesario en cada etapa. Ahora que está en boga el revisionismo histórico al estilo de Elvira Roca Barea, fenómeno paralelo al vertiginoso resurgimiento de nuestro nacionalpopulismo, muchos españoles vuelven a desconfiar de todo lo masónico, no ya por “anticatólico” sino por “antiespañol” o pro-extranjero. Lo masónico, asociado en el pasado a lo anglosajón o a lo francés, se ve ahora injustamente vinculado al llamado “globalismo”, que sería el plan malévolo de unas élites secretas para instaurar un “nuevo orden mundial”. 
En la componente política del rechazo a la masonería en España pesó mucho el papel jugado por insignes masones en los procesos de independencia de las repúblicas latinoamericanas y, muy notablemente, de Filipinas. Pero ese mismo rol destacado lo tuvieron también los muchos masones que formaron parte del núcleo más ilustre de “founding fathers” estadounidenses, y lo tuvieron también cientos de librepensadores en toda Europa. Lo que pasó en España fue que tuvieron que esconderse más que en otros países. Y, pese a ello, también en nuestro país fueron muy relevantes. Recordemos por ejemplo el caso del gobernante liberal  Práxedes Mateo Sagasta. Es normal que los próceres criollos de la América hispana miraran allí donde había prosperidad: París, Londres y la joven república norteamericana. Es normal que, desasistidos y vampirizados por una metrópoli lejana y caótica, volvieran la espalda a sus instituciones políticas y a la alta jerarquía religiosa que ejercía un control ideológico extremo sobre sus sociedades. Una parte sustancial de aquella élite se enrocó en la culpabilización del liberalismo y de la masonería, se encastilló en la defensa de la tradición más rancia y del catolicismo menos evolucionado, y tan pronto como en Europa surgió el nacionalpopulismo, ya en el primer tercio del siglo XX, tuvo de inmediato su expresión española. Eso sí nos dimos prisa en importarlo.
Tal vez una España más abierta a las influencias que llegaban del Norte de los Pirineos habría sido una España más adelantada y más libre, y por ello más próspera, porque la prosperidad siempre es el resultado de la libertad. Hoy la masonería, tanto la de obediencia inglesa como la de inspiración francesa o liberal, es un fenómeno pujante en España, pero nuestra sociedad tiene una deuda de reconocimiento al aporte histórico de sus francmasones.

(*) Secretario general de la Fundación para el Avance de la Libertad.

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