Opinión

La larga historia

No voy a hacer una hagiografía de Manuel (Manoel) Soto, hombre con luces y sombras repartidas y con el que en los últimos años mantuve una relación cordial. Traté poco al Soto alcalde: no me gustaba su populismo cada vez más desatado ni la sombra de corrupción que se cernió sobre el Concello. Tampoco su exitosa política de captación de concejales. Una época con el consistorio convertido en corte de los milagros. En cambio sus primeros cuatro años, de 1979 a 1983, fueron muy buenos, cerrando heridas y poniendo en marcha un ayuntamiento donde no había nada y hacía falta todo. 
Luego hubo otro Soto, sobre todo cuando dejó la política. O para ser más exactos, cuando la política le dejó a él tras conseguir un pésimo resultado en su última intentona municipal, ya en el mucho más cercano 2007. Entonces comenzó la vida normal y anónima de un ciudadano más, con el que era fácil hablar, que disfrutaba del tiempo en su vocación como voz de coro -cantaba muy bien- y que no quería entrar en asuntos locales más allá de hechos puntuales. La última vez que le entrevisté fue este mismo año, en abril, con motivo de los 40 años que habían transcurrido desde la tragedia del Órbigo, que le estrenó como alcalde. En realidad no lo era todavía, pero ejerció como tal plenamente. Recordaba muy bien lo ocurrido y su papel, nada fácil. 
Soto era muy creyente, como socialista criado en Acción Católica y grupos obreros y recientemente acudió ante Alberto Cuevas para que oficiara los 50 años de matrimonio. El propio Cuevas concelebrará hoy el funeral en la parroquia de La Soledad, en el Castro.

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