Hay datos que pueden hacer creer que Vigo va bien. Pongamos la subida de la contratación, clave, que se ha colocado en cifras de 2007, cuando el ciclo alcista de la economía. Otro igualmente positivo: el enorme tirón del turismo, que ha crecido en Galicia, más aún en las Rías Baixas y con ello en Vigo, situándose también en sus máximos históricos en ocupación hotelera.
Esto es así, pero... haré de abogado del diablo. El paro continúa siendo enorme y aunque se ha recuperado terreno, ha sido básicamente en el sector de la hostelería, lo que no estaría mal si no fuera porque la industria, que es el sector que permite que un edificio se mantenga sobre bases sólidas, ha perdido trabajadores. Hay más empleo, pero de menor calidad y por eso la renta de Vigo está muy lejos de A Coruña y Santiago, y en realidad de la mayoría de ciudades españolas. Es una brecha que no se reduce y que hace que cada año un vigués tenga entre 1.500 y 2.000 euros menos que un coruñés o un compostelano. Vigo figura en posición 53 de España entre ciudades, cuando por población es la 13.
En paralelo, dentro de este panorama, Vigo pasa por una crisis de natalidad desconocida y recurrente, cada vez más acentuada que lleva de forma inevitable a una ciudad envejecida. El número de nacimientos decae cada año y ya se nota en la enseñanza: hay 2.000 niños menos en primaria que una década atrás. A este ritmo, en otros diez años habrá que echar el cierre a varios centros escolares. Y lo mismo en la Universidad, que busca cómo ajustar sus cifras a la demanda a la baja, según reconocía el rector. Eso sin contar la jubilación en masa que se producirá a lo largo de los próximos cinco años por los nacidos en los sesenta, cuando esta ciudad se disparó y todo parecía posible.
¿Vigo va bien? Bueno, parece que no tanto.