Opinión

Solidaridad intergeneracional

El uso de la llamada hucha de las pensiones para afrontar la deuda pública española demuestra el concepto que los políticos, los de antes y los de ahora, tienen de la denominada solidaridad intergeneracional.
En efecto, el problema, el gran problema, es que de seguir a este ritmo de gasto público, las pensiones de las nuevas generaciones serán una quimera, una ilusión. Algo que es sencillamente inaceptable y que hasta podría ser considerado como una conducta merecedora de reproche jurídico en diversos campos.
Las personas sensatas, que son la mayoría, saben perfectamente que manejar la maquinaria del gasto público sin límite trae consecuencias para el futuro. Por lo pronto se atenta contra la solidaridad intergeneracional lesionando un legítimo derecho del que son titulares quienes aportan obligatoriamente parte de sus recursos a ese fondo confiados en que en el futuro podrán disfrutar de la correspondiente pensión. Por ello, cuándo se actúa irresponsablemente se  conculca el principio de confianza legítima, principio que desde 1999 tiene rango legal en el Ordenamiento jurídico español. Y, sobre todo, desde una perspectiva más amplia, de orden político,  si resulta que se continúa la senda del gasto público sin acometer reformas por miedo a perder votos, también se estaría pudiendo incurrir en una conducta acreedora de algún tipo de responsabilidad por inactividad, por omisión. 
Las decisiones políticas que conculcan derechos de los ciudadanos tienen consecuencias también en el orden jurídico. Otra cosa es que se pueda probar fehacientemente la lesión producida,  lo que podrá realizarse si se estima que la agresión al derecho o interés legítimo del afectado es palmaria y notoria. En efecto, reducir irracionalmente la pensión a ciudadanos españoles por usar las reservas del fondo de la Seguridad Social para fines no previstos en la norma jurídica correspondiente es un acto arbitrario del que deberán responder quienes tomen tales decisiones.
Otra cosa bien distinta es, por ejemplo, ante una situación de crisis económica y financiera, actuar sobre las causas de la crisis, proceder a reformas racionales y coherentes. Tales medidas podrán o no dar resultado, pero si están argumentadas para cumplir el objetivo principal, su confección o diseño merece mucha menos severidad que el recurso permanente al gasto público para subvenir a todos los problemas derivados de la crisis. 
Por ejemplo, el retraso en la edad de jubilación y otro tipo de medidas razonables habrían de haber sido ya adoptadas pues ayudan a disminuir el gasto público. Igualmente, en una época de crisis económica y financiera, por ejemplo, el mantenimiento de una estructura administrativa elefantiásica, como la que existe hoy en las Administraciones autonómicas y locales en España, pugna con el principio de economía y eficiencia del gasto público previsto en el artículo 31 de la Constitución.
En fin, que hay que responder de las decisiones o de las omisiones. En unos casos, se responde políticamente y ya está. Pero cuando las medidas lesionan derechos e intereses  legítimos entonces junto a la responsabilidad política se puede deducir la correspondiente responsabilidad jurídica. No podemos olvidar, para bien, que hoy en día los principios de racionalidad, proporcionalidad, confianza legítima y objetividad son de aplicación entre nosotros. Por eso, la irracionalidad, la desproporción y la subjetividad en el orden político, si lesionan derechos o intereses legítimos de los ciudadanos tienen su correlato en el orden jurídico. 
El absolutismo y la irresponsabilidad, afortunadamente, ya pasaron a la historia. Hoy, en democracia, los gobiernos han de responder de sus actuaciones, y de sus omisiones, en el orden político, y cuando corresponda, en el orden jurídico. No sería razonable que, por ejemplo, se pudiera reducir irracionalmente la caja de la Seguridad Social y que no pasara nada. No sería legítimo no tomar medidas y fiarlo todo al gasto público por razones electorales aunque de ello se derivaran daños concretos, evaluables para las personas. La responsabilidad es, eso, responder en la dimensión que sea procedente de los actos o de las omisiones. Ni más ni menos. La irresponsabilidad, como la irrecurribilidad o la inimputabilidad, son de otros tiempos, del pasado más oscuro. De un pasado que, sin embargo, regresa, y de qué forma, cuando el personalismo, el autoritarismo, o el subjetivismo, tan de moda también entre nosotros, pugna por recuperar los fueros perdidos.

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